El libro misionero


 

Érase una vez, una chica muy mala llamada Sara que no estudiaba y no ayudaba a los demás y por eso, la gente la detestaba.

Pero la historia no trata de ella sino de su hermana Alejandra, que era todo lo contrario.

Yo soy el típico instrumento para las personas, para unas sabiduría y para otros un estorbo. Soy un elemento vital en la vida de Alejandra. Soy un “libro de misioneros”.

-Alejandra, ¿Puedes dejar de leer esas estúpidas historias de misioneros?- dijo Sara muy enfadada -Para que lo sepas, me molestas.

-Me da igual- le contestó Alejandra.

-Lárgate- le gritó Sara.

Alejandra, muy enfadad, se fue a su habitación, se sentó en el escritorio y siguió leyendo.

Antes de seguir, os voy a contar la historia que está leyendo Alejandra y que tengo entre mis páginas:

Los Mora

Era una familia del norte África formada por el hijo mayor, sus dos hermanos y sus dos hermanas.

Peter, (el mayor), todas las mañanas se iba a trabajar junto con sus dos hermanos menores. En un solo día de trabajo, conseguían una hogaza de pan y de ahí comían los cinco.

Un día, se escuchó un gran estruendo y todos salieron a mirar de donde procedía. Había un mosquito en el cielo que mientras se acercaba, se hacía más grande y se convirtió en un helicóptero. Este, estaba cargado de cajas llenas de ropa, comida, etc.

Todos se acercaron a coger su parte de comida y ropa. Los últimos en llegar, fueron los hermanos Mora.

-Vámonos chicos, aquí no hay nada más.- dijo Peter.

-Pero yo quiero comida y agua como los demás niños- rechistó la hermana pequeña.

Cuando se iban, uno de los misioneros les dijo:

-¡Eh! ¡Esperad! ¿Vosotros sois los hermanos Mora?

-Si ¿Qué ocurre?- dijo Peter.

-Venid conmigo- les ordenó el misionero.

Se montaron en el helicóptero y se fueron de allí sobrevolando un mar de casas blancas, hasta que llegaron a una gran casa blanca con el tejado rojo. Se bajaron y el misionero llamó a la puerta.

-¿Quién es?- preguntó una voz femenina desde dentro.

-Somos el misionero y los niños de la familia Mora.- respondió el misionero.

Se escucharon unos cerrojos abrirse y se abrió la puerta.

-¡Hola niños! Venga pasad, este será vuestro nuevo hogar.- y volviéndose al misionero dijo: -gracias por traerlos sanos y salvos.

-No, gracias a ti por acogerlos.- dijo este.

Fin

¡Eh! ¡Eh! Que la historia no acaba aquí, termina la que Alejandra está leyendo, no ésta.

Cuando Alejandra terminó de leer, me confesó:

-De mayor quiero ser misionera.

Tres años más tarde, Sara se fue a vivir sola a un apartamento al lado de un río.

Dos años después, Alejandra también se fue a vivir sola.

Un día, Sara fue a visitar a Alejandra. Ellas dos se pelearon y Sara me llevó a su casa.

En su casa había una raza muy rara llamada CDs. En casa de Alejandra también había CDs, pero eran muchísimos más amables. Incluso el “Viejo Roñoso” (un diccionario muy antiguo) era muchísimo más amable.

Para colmo, me metió en un cajón olvidado.

Parece ser que el mueble de madera tiene que ser un primo muy lejano mío, porque olía igual que mis páginas.

Los problemas llegaron cuando el río se desbordó y claro el apartamento estaba al lado del río y encima era primera planta.

De repente, Sara me sacó del cajón y justo después entendí el porqué.

Cuando todo se inundó, los misioneros fueron a ayudar a limpiar.

Dio la casualidad de que mandaron a Alejandra a casa de su hermana Sara. Como agradecimiento, me sacó del cajón y me devolvió a mi dueña.

Cuando llegué a mi casa, Alejandra me colocó en mi sitio en la estantería.

Mi hermana “Libro de misioneros (Vol. II)” me dijo que la casa había estado muy triste sin mí y que no me fuera más.

Pero ¡Qué despistado! Me llamo Daniel.

Fin (Ahora si)

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