De la justicia y de los jueces

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José Antonio Ortega | jaortega@jaortega.es - www.jaortega.es

La ciudadanía en general no tiene muy buen concepto de los jueces. No son precisamente los funcionarios públicos que más valoran. Eso es lo que dicen los estudios sociológicos y las encuestas. Y no es de extrañar. Pero no sólo porque la gente tenga más o menos razones para quejarse del funcionamiento del sistema judicial –ya sea por su mayor o menor grado de politización, sus retrasos debido a la falta de medios o cualquier otra deficiencia–, sino porque impartir justicia, incluso con una legislación detallada a la que atenerse, es tarea arduo difícil. Y, sobre todo, porque en cada litigio que se dirime en un tribunal siempre hay una parte que gana y otra que sale perdiendo. Y a quien le pasa esto último en un pleito, es decir, el que pierde, es comprensible que pueda no tener una buena opinión sobre quien al dictar sentencia le causa perjuicio.

Los médicos curan, los profesores enseñan, los policías protegen. Todos ellos prestan servicios que generan beneficios tangibles y constatables. Con los funcionarios de la toga, sin embargo, no ocurre lo mismo. Y no es que esté diciendo yo que no contribuyan al bien común, sino, simplemente, que su contribución es menos perceptible. Pues de todos es sabido que, aun sin equivocarse nunca, que no es el caso, (¡ya nos gustaría!), cada vez que toman una decisión, queriéndolo o sin querer, fastidian a alguien y, en algunas ocasiones, a ese alguien hasta le pueden truncar la vida, lo merezca o no lo merezca. Y, aunque es cierto que no son ellos los autores de las leyes por las que nos regimos, sean buenas o malas, y en virtud de las cuales juzgan, sí que tienen la responsabilidad de interpretarlas, en la medida que cada una se presta a la interpretación, de hacer que lo que disponen se cumpla y de castigar a quien las burla o desobedece, les guste más o les guste menos, con el margen de discrecionalidad que el ejercicio de la jurisdicción les otorga y lo que ello implica.

El problema surge, o se agrava, cuando desde los juzgados se adoptan resoluciones que, por mucho amparo legal que tengan, no responden a las necesidades y sensibilidades de la sociedad a la que sirven, sino a otra clase de presiones o exigencias. Como viene ocurriendo últimamente y con mayor frecuencia de la que debería admitirse. Dado que eso no ayuda, sino todo lo contrario, a que mejore y aumente la confianza de los ciudadanos en la eficacia y la solvencia de la función que desarrolla la judicatura.

Yo sostengo, no obstante, que con sus señorías pasa lo mismo que con los árbitros en las competiciones deportivas. Y que no es justo cargar en ellos y en el poder al que representan todas las tintas. Es decir, que, como los del silbato en el fútbol, los magistrados judiciales también yerran y que con la posibilidad de sus errores hay que contar siempre en cada partido. Igual que se ha de contar con la posibilidad de que se dejen influir en sus decisiones por motivos más o menos espurios. Lo que no significa que esté frivolizando sobre el papel que desempeñan y el cometido que realizan, ni que esté insinuando nada acerca de su honestidad o su honradez.

Me explico: soy de los que piensan que los partidos han de ganarse en el terreno de juego, con o sin la imparcialidad de quien arbitra, aparte de otros imponderables, y las litis (los juicios) con fundamentos jurídicos y con el peso de las pruebas, además de una diáfana exposición y atinados argumentos. Entre otras cosas, porque nuestra administración de justicia, por muy en entredicho que pueda ponerse, y no sin justificación, ofrece vías alternativas de subsanación cuando por un mal funcionamiento se ven lesionados los intereses de los administrados o se atenta contra sus más elementales derechos.

En definitiva, soy de la opinión de que ni nuestro sistema ni nuestros jueces son tan malos. O así al menos quiero creerlo. Porque, si no, apaga y vámonos.

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