Religión y progreso

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José Antonio Ortega | Periodista y escritor

Atentados como el de la semana pasada en Túnez o los innumerables actos de terror y barbarie que en países de mayoría musulmana hoy en conflicto se cometen en nombre de una perversa y retrógrada interpretación del Islam me hacen recordar una reflexión a la que le doy vueltas cada vez que el problema del radicalismo de corte yihadista se convierte en protagonista de nuestra actualidad. Cosa que, desdichadamente, ocurre ya casi todos los días desde hace bastante tiempo. Junto a temas como la pobreza, el hambre y el subdesarrollo que sufre gran parte de la Humanidad, este es otro de los grandes retos a los que se enfrenta la civilización a comienzos de este siglo XXI. Y lamento mucho tener que decir que también en este caso, creo yo, no lo está haciendo con demasiado acierto.

Aunque presumo de ser optimista me veo obligado a hacer una excepción en lo que se refiere a este asunto. Pues mucho me temo que, por desgracia, nos encontramos ante una cuestión difícilmente abordable y, por ende, difícilmente solucionable. Un escollo que no parece vaya a sortearse en breve plazo y ante cuya presencia los que aspiramos a construir un mundo de mayor concordia y bienestar para todos no podemos evitar sumirnos en una triste y desesperanzadora sensación de impotencia. Sobre todo cuando se es consciente de que a lo que de verdad estamos asistiendo es a esa continua batalla del hombre contra el hombre en la que ante la sinrazón la razón no siempre se impone.

A pesar de los esfuerzos que desde algunas sociedades en las que el Islam es la confesión dominante se vienen haciendo en favor de la libertad de conciencia, los valores democráticos y los derechos fundamentales, el peso que lo religioso mantiene en el ámbito de la vida cívica y la moral pública sigue siendo demasiado elevado. Y esto, tal y como se puede constatar analizando la evolución y el desarrollo de las comunidades humanas a lo largo de la historia, se convierte en una rémora para el progreso, un obstáculo que, en ocasiones, incluso puede resultar casi insalvable.

El problema está en que en los países de cultura musulmana, por razones diversas que resulta imposible analizar en las líneas de este breve artículo, aún no se ha abierto camino con la intensidad que debiera la ruptura entre religión y política. Una ruptura que, mal que les pese a algunos, sí viene abriéndose camino en los estados situados dentro del área de influencia de ese gran espacio que denominamos Occidente, desde que hace varios siglos pasamos del teocentrismo al antropocentrismo, y que, aun con sus pros y sus contras, se ha demostrado necesaria para el triunfo de la democracia, así como la emancipación, el avance y la prosperidad de los individuos y de los pueblos.

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