De perdidos, al río

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José Antonio Ortega | Periodista y escritor

Lo que está ocurriendo en Grecia es la constatación evidente de que en el mundo interconectado e interdependiente en el que vivimos ningún país puede emprender y llevar a cabo, ni siquiera de fronteras para adentro, una revolución, por muy justa y deseable que dicha revolución sea. O, mejor dicho, sí que la puede emprender, pero con escasas o nulas posibilidades de éxito. Era y es esto que digo algo sabido desde hace mucho, aunque algunos entre los pro revolucionarios, tanto de la vieja como de la nueva guardia –supongo que excepto los trotskistas– no quieran darse por enterados. De igual modo que toda acción da lugar a una reacción, en el plano político toda revolución da lugar a un movimiento de contrarrevolución, que, tarde o temprano, y a las pruebas que la experiencia histórica ofrece podemos remitirnos, termina minando el orden revolucionario resultante, cuando no aniquilándolo por completo.

Eso es lo que ha ocurrido a lo largo de la existencia de la mayor parte de las sociedades humanas. Aunque es la edad contemporánea el período de la historia que nos proporciona los más claros ejemplos. Y eso es también lo que –salvando las distancias– está ocurriendo hoy en el país europeo que fue cuna de la democracia. Los griegos se han revelado contra el sistema y el sistema ha puesto en marcha todos sus mecanismos para hacer fracasar dicha rebelión. Las potencias centrales de la UE se han confabulado y han constituido su particular “Santa Alianza” para sofocar el conato de revuelta cívica que se está produciendo allá en la Hélade. Y, como poder y recursos para ello no les faltan, seguro que acaban consiguiéndolo.

No obstante, como toda revolución, incluso las fallidas, esta de Tsipras, Syriza y compañía, que, tirando un poco de exageración, bien puede calificarse como tal, tendrá sus consecuencias positivas. Y que las tenga, que tenga sus consecuencias positivas, es precisamente lo que el primer ministro heleno –está claro– pretende. Extremo este que no nos debe pasar desapercibido.

No sé qué sucederá el domingo. Ignoro cuál será el resultado del referéndum que ha sido convocado. Lo que sí sé es que la posición de Tsipras y su gobierno ha removido los cimientos de la Unión Europea, así como el edificio de la moneda única, y me alegro. Sí, me alegro, por muy equivocados que estén. De los cobardes nunca se ha escrito nada. Al menos nada bueno. De los valientes no se puede decir lo mismo. Y, por más que algunos se empeñen en hacernos pensar lo contrario, la postura de Tsipras no es una muestra de cobardía o irresponsabilidad, sino de valentía. Una heroicidad, no carente de romanticismo, que estoy seguro Byron suscribiría y de la que Panagulis se sentiría orgulloso, si vivieran.

Grecia se encuentra en la bancarrota, aunque ni es el primer estado de la Europa Occidental en llegar a esa situación, ni será el último. Otras naciones de este Viejo Continente también cayeron en la quiebra en más de una ocasión durante los últimos dos siglos y todas ellas sobrevivieron a esa catástrofe.

No soy experto en economía, pero no creo que el pueblo griego sufra mucho más de lo que ya ha sufrido desde 2009 para acá con una eventual salida del euro. Y parece ser que sus gobernantes opinan algo similar, a juzgar por el órdago con el que han retado a sus acreedores, como haciendo suyo el refrán “de perdidos, al río”.

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