En la democracia está la solución

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José Antonio Ortega | Periodista y Escritor

Todas las crisis socioeconómicas habidas a lo largo del pasado siglo, tanto en los años inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial como en los posteriores, sirvieron para poner en entredicho en mayor o menor medida el sistema capitalista y su pariente político más cercano, la democracia neoliberal, pero ninguna de ellas con la crudeza con la que lo ha hecho esta última en la que aún nos hallamos inmersos. Entre otras, razones, por su intensidad, por su velocidad de propagación, por su extensión, por su duración y por sus efectos, que se han visto multiplicados como consecuencia de la interdependencia existente entre la mayoría de los países del globo y la muy valiosa ayuda de las nuevas tecnologías.

Sin embargo, no debemos llamarnos a engaño. Esta crisis no es una causa. Ni siquiera del descontento y la frustración de la mayoría de la ciudadanía que más la ha sufrido y ha salido a las calles para protestar, para expresar su indignación, para reclamar cambios en las maneras de hacer política y, sobre todo, en los objetivos prioritarios que la política ha de plantearse. Es una consecuencia. Consecuencia, sí, de un estado de cosas que dieron pie a los desencadenantes del colapso económico en el que nos hemos vistos envueltos desde la caída de Lehman Brothers hasta la fecha.

El hecho de que los ochenta y cinco personajes más ricos cuenten con más de lo que tienen los 3.570 millones de seres humanos menos afortunados del planeta (prácticamente más de la mitad de la población mundial) lo dice todo. En EE.UU., el país que abandera el liberalismo a ultranza, solo el 1 por ciento de los más acaudalados ha concentrado para sí el 95 por ciento de los beneficios generados por el crecimiento posterior a la recesión financiera en lo que va desde 2008 para acá y 50 millones de personas viven hoy en el umbral de la pobreza. Y en Europa, los ingresos conjuntos de los diez ciudadanos más ricos superan la cuantía de lo que la UE se ha gastado en estimular la economía, en tanto que más de 25 millones se enfrentan al riesgo de caer en la miseria.

Así que nadie debería sorprenderse de que la insatisfacción y la contestación hayan proliferado y se hayan extendido por doquier, más bien todo lo contrario. En particular en este Occidente donde las exigencias y las expectativas de los ciudadanos frente a lo que les ofrecen y pueden ofrecerles sus gobiernos democráticos son mayores que en otras regiones con menor tradición y experiencia democrática.

El desempleo, la devaluación de los salarios, las injusticias de sistemas fiscales que favorecen a los que más tienen y perjudican a los que menos y el incremento de las desigualdades son problemas que ya existían. La crisis lo único que ha hecho es acelerarlos y agravarlos. Los mercados no reasignan equilibradamente los recursos, sin una debida regulación desde los poderes públicos, ni los reasignaron nunca, ni siquiera en los tiempos en los que se practicaba el trueque, y el libre comercio es pura falacia. Lo malo es que, a pesar de los anunciados propósitos de enmienda proclamados por los dirigentes de las principales potencias en las reuniones del G-20, el capitalismo no parece que se haya autocorregido ni que tenga mucha intención de hacerlo.

Dicho todo lo cual, no debemos ser ni somos pesimistas. En la democracia sigue estando la esperanza de quienes perseguimos las mayores cotas de libertad, justicia y bienestar para las sociedades en las que vivimos. Ha sido el sistema político que –salvo alguna rara excepción– mejores condiciones genera para facilitar la prosperidad de los pueblos y no hay razones para pensar que no continuará siéndolo.

 

 

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