El embrollo de Cataluña

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J. A. Ortega | Periodista y Escritor

Opinar sobre la situación que se vive en la comunidad autónoma catalana nos obliga a incidir en mucho de lo que al respecto ya hemos dicho.

Estamos donde estamos por culpa de unos lunáticos irresponsables que en el ejercicio de los cargos públicos que ostentan han tenido la desfachatez de anteponer sus intereses y sus ideales al bienestar de la sociedad a la que representan y a la que se deben.

Y por culpa de un Gobierno, el anterior, el del Rajoy, que no hizo lo suficiente para tratar de solventar el conflicto y evitar el desastre. Aunque también es verdad que, por mucho que hubiera hecho o dejado de hacer, lo más probable es que el desastre habría resultado igualmente inevitable.

El Gobierno, sí, de un partido, el Popular, al que, desde el punto de vista electoral, le favorecía eso de jugar con el arma de la confrontación, de igual modo que le favorece jugar a eso mismo ahora en su papel de principal fuerza del bando opositor al Ejecutivo de Sánchez.

El espectáculo al que venimos asistiendo desde hace ya varios años como consecuencia del embrollo catalán es deprimente y descorazonador. Lo grave del asunto es que, además, el problema ya no tiene solución. Al menos una solución de fácil aplicación. Para superar la actual encrucijada hacen falta gobernantes valientes, con amplitud de miras, con sentido de estado y capaces de ver más allá de sus narices. Pero, lamentablemente, esta clase de gobernantes no abunda.

La aspiración de una parte de los catalanes de convertir Cataluña en una república independiente es una cuestión política y como tal debe abordarse. Cualquier cosa que se haga obviando esto es ir dando palos de ciego, echando la pelota hacia delante y postergando una salida satisfactoria.

Con más luces y mejores intenciones que los ejecutivos anteriores del PP, el Gobierno en minoría del PSOE, a pesar de su provisionalidad y su debilidad, está tratando de hallar una respuesta dentro del marco constitucional, aunque tal respuesta parece que no existe.

La organización territorial de España surgida al amparo del mal llamado Régimen del 78 ha tenido sus muchos aciertos y ha contribuido a la modernización del país, mal que les pese a los que se empeñan en sostener justo lo contrario, pero, como resulta más que evidente, también ha adolecido y adolece de defectos.

Así que, llegados a este punto, comparto la tesis de quienes defienden que la única alternativa viable al atolladero en el que nos hallamos está en la convocatoria de una consulta con todas las garantías.

Ahora bien, dicha consulta debería realizarse tras la pertinente reforma de nuestra Carta Magna y, por supuesto, al amparo de una ley general que regule plebiscitos de este calado dentro del ordenamiento jurídico español. Una norma de alto rango en la que se establezcan en qué circunstancias se ha de sondear la voluntad de la ciudadanía de una comunidad mediante referéndum, ante una propuesta socialmente respaldada de secesión, y qué condiciones han de darse para que dicho referéndum sea válido y vinculante, a fin de evitar que cualquier aventura separatista promovida por unos ilusos descerebrados pueda prosperar con un cincuenta y un por ciento pelado de votos y un nivel inaceptable de participación desde el punto de vista democrático.

 

 

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