Las manos

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Manuel Ramírez Tocón | Articulista

Las manos que ahora rebuscan dentro de la penumbra maloliente de un contenedor de basuras, nunca han dejado de sujetar los pilares de varias generaciones.

De niño, cuando aún no habían aparecido en ellas los surcos delatores del paso del tiempo, ya faenaban en la recogida de garbanzos o el pastoreo o la labranza para contribuir en una subsistencia familiar muy básica a la que sumaba unos ingresos raquíticos. De zagal miraba para los dos lados cuando se internaba en propiedad del señorito en busca de frutas o un ordeño clandestino. De igual forma, ahora mira para los dos lados cuando intenta robar a la sociedad sus desperdicios dentro del contenedor.

De joven, cuando el aprendizaje y la necesidad encallecieron estas manos, comenzaron a faenar para una nueva familia que, poco a poco, iría creciendo y demandando esfuerzos y sudores. Fueron años duros donde continuaron dando cobijo a sus preceptores desprovistos de coberturas sociales.

Ahora, cuando la ley de vida debía darles descanso, estas manos buscan entre bolsas rotas su contribución a una nueva familia de la que continua sintiéndose protector y bienhechor.

No hay derecho. Este anciano ha visto como a lo largo de su vida ha dejado los estudios para contribuir a la economía de sus padres. Ha trabajado duro para sacar una familia adelante. Y ahora, que debía recoger la plusvalía de tanto trabajo, se ve obligado a colaborar en el día a día de sus descendientes. La cartilla con los ingresos de su pensión sirve de nómina para una nueva familia. De ella sale la compra del super, los libros de los nietos, las medicinas de una vida endémica y el pago de la luz.

No hay lugar para la vergüenza, su lugar lo ocupa la necesidad. Cada vez que se abre el contenedor se abre un nuevo momento ante un juguete para la nieta o una botella de leche que el supermercado tira por estar caducada. No hay vergüenza, su lugar lo ocupa la esperanza, la esperanza de una llamada o una carta que venga a incrementar el menú de la penuria.

Esas manos debían estar moviendo fichas de dominó o sosteniendo los dípticos del incerso y nunca abriendo contenedores, pero no pueden. Las monedas que bailan en el bolsillo de la chaqueta tienen un destino diferente al de la partida de sobremesa o el café en el bar de siempre, esas monedas significan una parada, antes de llegar al colegio, para comprar las chuches de los nietos.

A las manos del abuelo llegan seiscientos euros al mes que se transfieren para cubrir las carencias de una generación abandonada de cobertura social. Dejemos de financiar la dejadez de funciones con las pensiones que siempre soñaron los que hoy buscan en los contenedores.

Mientras tantas manos buscan en los contenedores, la basura, de uñas limpias, se afora ajena a su obra.

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