Por una cabeza

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Julio C. Pacheco

El otro día tocaba viaje a una de las capitales andaluzas. Después de comer nos acercamos a ver la catedral. A mí, como buen ateo practicante, me encanta ver esos magníficos monumentos. Desde que inventaron esto de la industria del turismo es frecuente ser testigo de cómo se ha cosificado a los turistas, a ser posible, metiendo a cincuenta en un metro cuadrado de monumento. Uno, que con esto de los dispositivos móviles, y aunque había visto el montón de indicaciones que prohibían hacer fotografías, `de vez en mucho´, le apetece saltarse las normas -que para eso están- intentando inmortalizar algo que por sí ya es inmortal. La sorpresa me la dio un señor oriental que me sobrepasaba con el teleobjetivo de su cámara por encima del hombro, un teleobjetivo del tamaño de un lanzacohetes contra mi modesto móvil. Me di la vuelta y comprobé que el resto de su grupo iban pertrechados con tremendas cámaras y que eso de pasarse las prohibiciones por el arco del triunfo no era ninguna idea original, que debe de ser algo consustancial al género humano. Estos últimos, en su caso, los `neofilibusteros´ de la copia barata.

Terminada la visita tocaba eso de `escaparatear´, cosa a la que yo soy alérgico por naturaleza y máximo si se trata de esas visitas a tiendas de moda y complementos, que uno tiene hijas y esa experiencia se puede convertir en un motivo de divorcio como otro cualquiera. Así que tiro de mi argumento whatsapp, del mismo modo que si tuviera un dispositivo de esos que les ponen a los reos que necesitan llevar un localizador electrónico, y comento: “Iros a lo vuestro que ya me quedo yo por aquí tomando café”. Lo cierto que un café no habría venido nada mal con el pelete que hacía. En donde estaba, Graná. Creo que les habían puesto ya hasta bufanda a sus difuntas y católicas majestades.

Anduve un par de calles y escuché un agradable sonido de acordeón que salía de un gran soportal. Me acerqué y contemplé como un señor mayor con un sombrero de ala ancha, de pelo largo y canoso tocaba sentado allí mientras había puesto una manta en el suelo donde algún que otro viandante echaba alguna moneda. Me senté en el otro extremo del soportal a escucharlo. Mis doloridos hueso y el frío son incompatibles. A pesar de mi deficiente formación musical pude identificar algunas melodías, la de Doctor Zhivago, algún viejo tango… otras, no. Una de ellas era Cambalache, gran tema, creo que la letra de ese tango debería ser de estudio obligatorio en las escuelas, y máximo siendo testigos de la actual podredumbre en la que vivimos.

Al rato paró de tocar. Parecía prepararse un mate con un termo que tenía al lado. Giró la cabeza y se dirigió a mí: “¡Che, gallego!… se te va a helar el culo”. Sacó un pedazo de cartón y me lo ofreció para sentarme encima. Hablamos un rato de cosas sin trascendencia y me ofreció un trago de una botella de chinchón seco que llevaba. La verdad es que entre caballeros esa invitación no se declina. Yo, que soy un enfermo de timidez y que estaba helado, se lo agradecí. Pasados unos minutos dijo que tenía que continuar -hay que llevar plata a casa, gallego- Fue entonces cuando le pregunte si aceptaba peticiones. Haciendo gala de su sorna argentina me contestó -mientras no sean de matrimonio- La petición que le hice: ¿Sabes Por una Cabeza?

Aunque yo ya la conocía, les recomiendo que escuchen la música de ese tango, les puedo asegurar que fue un momento que no olvidaré con los modestos medios de aquel hombre, sin violín ni piano; y que aunque los seres humanos no tenemos remedio también tenemos momentos muy puntuales y limitados de grandeza. Una vivencia sublime que bien seguro ni pagará su veintiún por ciento al Montoro de turno ni ninguna tarifa a un Teddy pasado.

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