DESDE MÍ ALDEA

Cuando mi pueblo olía a mierda

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Las casas solían tener patio y en ellos, las curtidas manos del abuelo, habían tejido la tela metálica tras la cual los conejos daban respuesta a la fresca hierva del camino de la barca cogida entre las huertas de Tambores, Pellejero o la Primera. A diario también tocaba el aseo de la precaria instalación y el limpiado de las heces de los animales, entre los que también se encontraban unas “ratas indias” y un pequeño chivo criado a base de biberones. Esa labor me correspondía a mí, era el premio por ser el más pequeño de la casa; no soportaba el olor a mierda.

También pertenece a esta estampa de pueblo de mi infancia el paso de equinos por las calles. A veces el latero, otras la benemérita y, las que más, aquellos pertenecientes a oficios en decadencia que comenzaban a dejar huérfanos los hornos de carbón y a cubrir de monte las veredas por las que antaño circulaban los cuarterones y el mejor güisqui de la zona. Ellos, los caballos y mulos hacen que la brisa de la historia también me haga recordar el olor a mierda de las boñigas que tocaba barrer a cada vecino.
Y hay más. Las precarias instalaciones de las casas de la posguerra, nos ofrecían acceso directo a las madronas o colectores, pues aún quedaba para que nos sorprendiera la llegada de bidé y sanitarios.

Perdónenme si les he producido, con esta exposición de mierda, alguna reacción desagradable, pero esta no ha sido mi intención. Simplemente he intentado recordar los rechazos de aquellos momentos que han quedado grabados en la historia y que hoy no volverán a producirse pues la tecnología, las normativas y Roca han guardado todo lo que huele mal; pero… ¿todo? ¡No!, para que engañarnos.

Hoy podemos tener acceso sin problemas a todo tipo de olores desagradables que en ningún caso salen del ojete de conejos o caballos, sino vomitado por las grandes fauces que siembran el estiércol que abona el futuro gris de nuestro pueblo, de nuestro entorno. Hoy los patios están vacíos, los abuelos ven pasar el tiempo sentados en la plaza y los niños echan de menos esa mano sarmentosa que les paseaba por el campo; mientras esto ocurre, ponemos cuota a los desechos y mercadeamos con los remanentes de emisiones de un mundo sin olor a mierda.

Puesto a decidir sobre la aceptación de los olores me quedo con los de antaño, pues los excrementos de los animales volvían a la cadena natural dando calor a la resiembra y nunca terminaban sobre el fondo de nuestra bahía o dentro de nuestros pulmones. Además, los primeros eran efímeros y pronto daban paso al olor de pan recién horneado con el que el pueblo recibía un nuevo día. Hoy los hornos son de fuel o eléctricos y el pan será pan, pero elijan ustedes…

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