El señor de los alcornocales

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Ya se va el verano, cesó el canto de la cigarra, marcharon las bulliciosas golondrinas languidecen los días de dominio solar en unas tardes que se acortan con rapidez vertiginosa.

El enlutado mirlo, que parece un negro carbón con esa brasa siempre encendida que es su pico, llora porque llega la noche; las sombras del atardecer envuelven el campo invitando a dormir y ,…entonces cuando solamente están abiertos los ojos de las aves nocturnas, cuando todos creen que el silencio es el dueño de la floresta, se oye entre la masa forestal la voz potente, fuerte y dominante del señor de los Alcornocales, rompe las sombras y, como rayo encendido, parece quebrar la nocturnidad, dar vida a la tierra que está envuelta en el manto de la silente tranquilidad campesina. La fiesta va a comenzar en el lugar de abrevar, en el bujeo, en el erial, allí donde andan las corzas.

La Luna misma se estremece con las ganas de ver el espectáculo y, tomando posición privilegiada en el cielo, agradece que las nubes no le priven de tal natural evento; las estrellas refulgen queriendo iluminar ese acto reproductivo, el mejor de los rituales vividos en el campo, la grandiosa berrea, la fenomenal parada nupcial de los cérvidos, la disputa con los otros machos por tener el dominio de un grandioso harén de incalculable número de hembras.

Esa voz , los que la oímos siendo niños de corta edad, la llevamos muy dentro y, cuando llegan los primeros días del otoño, esa estación tan romántica, antes incluso de la caída de las primeras hojas, al dejar las nubes su semen de agua en la tierra, se oye ésta en un ambiente nocturno inundado de unos bellos efluvios, un oloroso natural aroma, el que desprende el suelo agradecido de recibir la pluviosidad después de transcurrir un largo y seco estío. Ese grito hace estremecer a los campos barreños porque está el corzo reclamando su sexual protagonismo.

Cuando alguien lo oye por primera vez puede sentir miles de sensaciones, incluida la de pavor, pero todas son superadas por la impresión de gozar en primera persona una vivencia grandiosa que, año tras año, se quiere repetir para escuchar los bramidos estremecedores que pega el señor de los Alcornocales por aparear ciervas y ciervas y ser el dueño del harén de esas hembras .

Relucen cual puntas de estrellas las astas enramadas de esos animales y, mientras unos observan, otros se lanzan y, con brío y fuerza golpean su cornamenta con el rival oponente que quiere ser el único amo de la dehesa y, si en la selva el rey es el león, en Murta y esta zona lo es el corzo más fuerte y mejor, el que , por su fuerza, se imponga a todo aquel que quiere destronarle de esa supuesta corona que lleva el cérvido.

Transcurridos unos meses veremos, allá por comienzos de la primavera como silenciosamente , sin ruidos, pacen con sus madres unos pequeños ejemplares que, cuando estén dotados de sus buenas astas y maduros para la reproducción, serán también protagonistas de otra berrea como cada una de esas que vivimos en Los Alcornocales en cada uno de los nostálgicos y bellos otoños.

Si de día el campo es bonito, por las noches en estas datas, sensacional, porque tenemos un ritual que nadie debe perderse gozar, es un espectáculo sin igual, la berrea en las montañas barreñas.

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