DESDE MI ALDEA

Las horas extras de Caronte

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Quién le iba a decir al mítico barquero de Hades que en pleno siglo XXI necesitaría toda una flota de embarcaciones para poder llevar a la otra orilla un peregrinar interminable de sombras errantes de difuntos. Jamás hubiera adivinado el anciano gruñón que tendría que hundir su vara entre miserias y fangos pestilentes de la podredumbre humana para salvar del infierno a las almas limpias infectadas por un virus tan cenagoso como las mismas aguas del Aqueronte.

Pero pronto Caronte trazó rumbo, era fácil, no debía impresionarse por la avalancha de llamadas solicitando su servicio; dejó que la sinrazón innata de los mortales abriera el foso común de las idioteces, donde los cuerpos se agolpan mientras los poderosos juegan a ver quién la tiene más grande.

Y así transcurrió el año, el de la pandemia. Un año donde el barquero se dedicó plácidamente a recaudar un óbolo de cada difunto que acercaba a la otra orilla; quien no disponía de la moneda de plata entraba en el anonimato de los que no pueden despedirse de nadie y sumaban el frío de la soledad al propio de estar muerto. Caronte silbaba mientras remaba poniendo hilo musical al viaje de los poderosos al tiempo que volvía la vista atrás para ver como los miserables desaparecían en el fango de la orilla.

Si había algo que perturbaba a Caronte, eso eran los aplausos. No los toleraba y cada día, a las ocho de la tarde, tapaba su cabeza con la capucha huyendo de la falsa euforia. ¿Cómo podían llenar balcones y aceras mientras las colas para embarcar se perdían en residencias, hospitales y cifras gubernamentales? No podía creerlo. Cada tarde, bajo los aplausos, recordaba como dejó a Orfeo subir a bordo para traer de vuelta al mundo a su amada muerta; el hijo de Apolo lo consiguió gracias a un encantamiento, pero eso nunca se conseguiría ni con aplausos ni con decretos adornados de broncas en el hemiciclo de los semidioses del Olimpo.

Con la faltriquera llena de plata pone proa al ocaso cada tarde. Monedas de óbolo que demuestran que del dolor siempre hay quien gana y quien pierde. Cuando el manto negro de la noche engulle su barca, Caronte sonríe con dientes de nácar que rielan en el río dibujando el camino sin retorno. Atrás queda el baile cifras, las pistas de hielo llena de ataúdes y los supermercados sin papel higiénico, valorado este como el producto más necesitado por una sociedad que se autodefine racional e inteligente.

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