María Roncero, la Molinilla, qué sabe nadie


>
 

arizagely@gmail.com

“Al inventarse el cine las nubes paradas en las fotografías comenzaron a andar”.
Ramón Gómez de la Serna

No se sabía muy bien de dónde era, de edad madura, tenía un fino bigote a lo Clark Gable, llevaba gabardina y volvió otro día y otro a la tienda. A María le agradaba verle con su sombrero y pantalones planchados, con un aspecto aliñado y menos desgarbado del que recordaba a su marido aun siendo más joven. Apreciaba lo amable que era con su hija Mercedes y las caras que ella ponía al verle aparecer. Se llamaba Franco Trudu y, cuando llegó a Los Barrios, venía de muchas partes.

Franco Trudu, al tiempo de llegar a Los Barrios como artesano en la fábrica de pipas de fumar

Habían pasado muchos años desde que María abrió la tienda y es que se resistía a ver más el cuarto de la molienda. Luis, su marido, había muerto y ella no seguiría en el molino en el que vivieron los siete años desde que se casaron. Con dos niñas y un niño tan pequeños todo pendía de su decisión. Tras su boda, a ella no le había ocurrido como a Ingrid Bergman, desnortada cuando llegó a la tierra de su marido en Strómboli, sino que fue consciente desde el primer día de su tarea. El paraje, al menos, era para amarlo: la Garganta de Ojén se unía con la Garganta del Candelar y, con las aguas de la Garganta del Ahogado se formaba el Arroyo del Tiradero, que afluía en el Arroyo el Raudal y éste en el río Las Cañas o Palmones. Al fondo, la sierra del Niño y; junto al rumor del agua, los cantos de mirlos, ruiseñores y oropéndolas. La alfombra que se pisaba era la de los helechos reales y hembras que tanto refrescan. Los árboles de gran tamaño guardaban entre sus hojas carragualas y pulipulis que crecían desaforadamente.

María Roncero en los años 60

En el pueblo la llamaban La Molinilla, pero al bautizarla le habían impuesto el nombre de María Isidra del Sagrado Corazón de Jesús por haber nacido en el 1900 el 15 de mayo, día del patrón San Isidro en Los Barrios, Cádiz. Era hija de Ana Roncero Márquez que le dio sus mismos apellidos y no conoció a su padre. Se casó con veintidós años con su primo hermano Luis Gumersindo Salazar Roncero que tenía veinticuatro ya que sus madres eran hermanas. La boda se celebró el 29 de agosto de 1923. Tuvo tres hijos en muy poco tiempo: Diego, Juana y Mercedes. Así entró de lleno a formar parte de la familia de molineros Salazar con el prestigio que en nuestros pueblos tenía la molienda del cereal.

Mientras vivió en el molino a María le gustaba disfrutar de la floración de las adelfas con su aroma, sin toquetearlas porque se decía que con esas flores de olor dulzón se caía el pelo y ella no lo tenía muy fuerte. Si venía al pueblo tenía que ser en mulos con los niños en los cerones y, para ello, coger el sentido contrario al camino que va al Puerto de Ojén; atravesar un puente sobre el río de las Cañas o Palmones y por el Cortijo Jaramillo, pasar por el molino llamado de En medio, cruzar el puente ya desaparecido, y seguir el sendero por la ribera derecha del arroyo. Los mulos y burros, que llegaban al molino o volvían, atravesaban la aliseda con fresnos, zarzales, zarzaparrillas, apio montuno, centauras y madreselvas. Los árboles buscando el agua se unían al río por la ribera y sus raíces se veían por el arroyo junto a ejemplares de matorral siempre verde, de lianas, rosales y uncianas que han formado siempre túneles imprevistos. María no abandonaba el aspecto fatigado y sólo por momentos se iluminaba a lo Sophía Loren en Una jornada particular.

El padre de Luis Gumersindo, Diego Salazar Barragán, dueño del molino, y su madre, Juana Roncero Márquez, se casaron en 1888. María les adoraba y hasta que fallecieron en 1951 y 1952 respectivamente, siguió cuidándoles. Los abuelos paternos de Luis eran Cristóbal Salazar de Los Barrios y Josefa Barragán de Jimena de la Frontera y los maternos Juan Roncero de Los Barrios y Juana Márquez de Algeciras. Su hermano mayor Cristóbal, conocido por su labor en la fábrica de harina, nació al año del matrimonio de sus padres, en 1889. Otro hermano fue José que abrió panadería y despacho de pan, según registro, en la calle Mayor número 6 en el 1935 siempre con su clientela más o menos fija y, de vez en cuando, cumplía con grandes pedidos como cuando había que atender al Destacamento del Regimiento de Pavía o para el socorro de los vecinos del padrón de beneficencia que generaba unos gastos que sufragaba el Ayuntamiento.

La telera de pan

El inicio de siglo no traía soluciones para la gran crisis económica y política que tenía el país tras la pérdida de las colonias y la caída de la I República. Entre acebuches y alcornoques fue, desde que se casaron, la vida de María Roncero con Luis Salazar. Ella descubrió cómo desde hacía cientos de vidas se molía el grano: con una piedra cóncava y con el roce con otra piedra más redondeada. Cuando la piedra estaba gastada hacía falta trabajar el surco y para esa tarea estaba el maestro de la familia: José Salazar Clavijo, conocido como Pepe “el Republicano”. El esfuerzo era inmenso. Se agradecía que una piedra girara sobre otra piedra y, más aún, que la fuerza no viniera de los brazos sino del agua del arroyo. No se trataba solo de conseguir la harina para la familia, sino que era una manera de atender a las poblaciones cercanas y una ocupación que daba un beneficio económico. En la tarea de molienda se trituraba el grano y se tamizaba con los cedazos. La harina blanca era muy cotizada porque se desperdiciaba mucho.

Donde residió María disponía de una presa o azud no de grandes dimensiones, pero suficiente para trasladar las aguas del arroyo al molino de dos pisos y regular el nivel del agua. En el piso inferior, desembocaba el canal en una especie de pozo que se llama cubo, que vertía por un tragante o cao y al final, el saetillo, para dirigir el chorro de agua a gusto del molinero con una llave; aumentando su velocidad hasta la meaera, que es por donde salen las aguas. En el cuarto de la molienda se ubicaban las piedras y el cajón de la harina. En el piso superior vivía la familia.

Lugares como éste, con arroyo cercano, entre pastos, acebuches, quejigos, alisos, fresnos, eucaliptos, pinos piñoneros y alcornoques eran elegidos para la instalación de molinos harineros hidráulicos desde la Edad Media. Consta el expediente de construcción de un molino por el empresario algecireño Jorge Glim, en el Cacho del Águila en el 1837, en el Archivo municipal de Los Barrios. Contó con todos los permisos para su desarrollo y funcionamiento, más arriba de la Molinilla, con las aguas de San Carlos del Tiradero. Parece que fue un enclave atractivo para ser poblado desde la prehistoria y, de hecho, permanecen tumbas en piedras y pinturas rupestres como las de Bacinete en cuevas cercanas. Lo cierto es que el lugar quedó deshabitado con anterioridad a la llegada de los árabes.

Viviendo allí María, tres próximos molinos harineros funcionaban coordinados. Se facilitaban la tarea comenzando por el más alto y pequeño, el de la Molinilla, que aún se conserva, en lo más encajado del río, al comienzo de su curso alto. El agua retenida se iba trasladando para el Molino de En medio o de Blas y así hasta llegar al de abajo, que por su ubicación facilitaba agua para algunos cultivos o para el ganado. Este era el llamado Molino del Raudal a nombre de León Roncero Urbano, único postor en la subasta de la Casa panera del Pósito municipal que adquirió en el 1932 por el precio estipulado de siete mil quinientas pesetas. Disponía en su molino de un salto de agua de 450 m3 y la fabricación de harina se realizaba con dos piedras con 74,142 dm de producción al igual que el de la Molinilla. Son reconocidos como modelos de fabricación y de arquitectura popular preindustrial barreña. Conocieron su fin como molienda tradicional ya avanzado el siglo XX al no ser rentables por los cambios en los hábitos de la alimentación, la dificultad para acceder al lugar exclusivamente con bestias e intereses económicos variados. Los tres molinos del Raudal acabaron cerrando sin haber conocido la moderna maquinaria de molienda austrohúngara que ya imperaba en otras zonas del país.

La telera de pan era la base de la dieta de la mayoría de los ciudadanos, e incluso en tiempos sin guerra civil, guerras mundiales y posguerra, la población, en general, podía gastar la mitad de sus ingresos en pan. Eran productos básicos los cereales y algunos más del campo, según la época del año, escaseando las carnes y pescados. La subida del precio del pan abría la posibilidad de morir de hambre y las consecuencias pasaban a ser de orden público. En épocas de hambruna, la harina blanca se desconocía y era utilizable, si se conseguía, la marrón con el afrecho. Las teleras de dos o tres kilos, elaboradas con harina sin refinar y con parte de las pieles de la semilla del trigo eran garantía de vida para las familias. Desde la guerra civil hasta los años cincuenta se vivió la sustitución del pan blanco (de trigo) por los «panes morenos». El pan se horneaba desde las harinas más insospechadas, con malos sabores e indigestiones, quienes podían alcanzar a conseguirlos. En Francia, antes de la Revolución Francesa, se mantuvo la Guerra de las Harinas y parece ser que no haberla resuelto condicionó el triunfo de la Revolución. En 1851 se instó desde el Gobierno provincial de Cádiz, a instancia de alcaldes del Campo de Gibraltar, con un criterio mancomunado, afectados por un conflicto de harinas, a reponer a su antiguo cauce las aguas de la garganta de Botafuegos al Molino de los Cachones y dar actividad a la fábrica harinera dependiente, ya que gracias al empresario D. Antonio Meléndez se había acometido este gran avance y así se recoge en el expediente municipal barreño:

“El síndico de esta Corporación a quién, en cumplimiento de los deberes que está llamado a desempeñar, no le es dado pasar en silencio por más tiempo el restablecimiento de servidumbre interrumpida en daño notabilísimo de la agricultura de la industria y de todos cuantos vecinos se comprende en los tres pueblos que componen el Campo de Gibraltar, presente hoy ante la respetable Corporación municipal de esta Villa, deseoso de promover la práctica de las diligencias necesarias con el fin de conseguir el objeto propuesto por ser de utilidad pública, cual uss. deducirán del siguiente relato.

No existiendo en esta población ni en su término fábrica de atahona alguna en el año de mil ochocientos tenía que proveerse sus vecinos de los pueblos comarcanos sufriendo perjuicios no solo por mayor costo que ocasionara la traslación de harinas, si no es también por la escasez que este importante artículo de la vida experimentaban en las temporadas del invierno en tal estado (…)”

La molinería industrial en nuestro país no solo fue imprescindible en las zonas tradicionales como la España de interior sino en zonas costeras como la del entorno de Gibraltar. Entre Alcalá de los Gazules y Medina Sidonia se producían cultivos cerealistas de secano por lo que los lugares para la transformación del trigo en harina eran una necesidad y, junto a ello, el desarrollo de otros oficios asociados ejercidos por hombres como acarreador, albañil, maderero, herrero, carretero, herrador, cordelero, espartero, cardador, almotacén (oficial encargado de contrastar pesas y medidas), aguador, agricultor, panadero o tahonero, arriero, guarnicionero, cantero o cestero. Esta industria siempre estuvo relacionada con la rama de la panadería por ser su principal mercado. La producción de trigo y sus derivados: el pan, los fideos blancos, los amarillos y los gordos, y la tapioca eran controlados por el Estado.  Antes de la guerra del 36 el precio del pan era de 0,70 céntimos de peseta el kilo y un jornal diario no llegaba a las ocho pesetas. Si la tahona abría o no y cuál era el precio del pan fueron preguntas diarias de las familias españolas.

La abacería de María Roncero

María se quedó viuda en 1930. Al morir tan joven su marido con treinta y un años y verse ella con tres hijos se replanteó su futuro. Como en Lo que el viento se llevó se podía sentir: “Si te vas, ¿adónde iré yo?, ¿qué será de mí?”. Se trataba de idear y compró una casa amplia en la Plaza de la Iglesia, aquella que hacía esquina con el callejón Martín y el callejón de la iglesia, en la calle Santísima Trinidad. A la habitación que daba a la plaza se le abrió una puerta a la calle para que fuera tienda. En la planta de arriba al tener el tejado a dos aguas se mantuvo un soberado o desván con un buen balcón que permitía la ventilación. Contaba también con un patio empedrado con flores y pozo donde podrían acumular algunos fardos con mercancía y hasta al bueno del caballo Pío que tanto quería su hijo Diego. Los muros eran de piedra, los suelos de barro, las tejas de las árabes en la cubierta, con enlucido tosco en paredes. En la parte baja había un salón central alrededor del fogón donde se llevaron a cabo durante años todas las actividades como cocinar, coser, escuchar la radio o ver la tele. Quedaba independiente de las otras habitaciones destinadas a dormir, asearse, criar los animales o guardar alimentos y género para la tienda. La entrada a la vivienda daba a un zaguán con una habitación a la derecha con ventana enrejada en la calle Santísima Trinidad donde durante años se sentaron los abuelos paternos Cristóbal y Juana. Detrás de la puerta de la tienda había un grifo de agua que siempre estaba disponible para quien lo necesitase.

Con Luis Salazar vivió alejada del pueblo, pero llegaron otros tiempos de vida, con la piel más blanquita, con su buen humor y con ese silbidito suave que tenía por costumbre mientras se concentraba dando a entender que podía afrontarlo todo. Incluso, cuando su hija Mercedes se supo que no iba a andar bien. Aunque pudiera parecerlo no tenía polio, un maldito virus que hizo estragos en las familias españolas hasta los años sesenta en los que se popularizó la vacuna. Una caída y una operación en la cadera no bien resuelta le provocó en la pierna una afectación de por vida.

Con el apoyo familiar, tres hijos pequeños y su buen humor como estrategia de subsistencia, abrir una abacería era éxito seguro. Otras mujeres ya lo habían hecho. Estrenaban tienda, de las que decían que tenían un poquito de todo, mientras cuidaban a la familia. Pensaba en algo más que sobrevivir, aunque atravesando guerra y posguerra. No tuvo ni voluntad ni tiempo para llorar amargamente la pérdida de su marido, pero sí para llevar el luto, afrontando las dificultades a su manera, mirando al frente. No quería para sus hijos pan con manteca y no se planteaba disentir en las conversaciones políticas de la época.

Las abacerías eran comercios familiares regentados por la matriarca como en este caso con alguna empleada. Para el pago de la contribución municipal la quincallería se mezclaba con la abacería como la de María la Molinilla. Su licencia de apertura es del año 1939 aunque ya llevaba tiempo el negocio funcionando sorteando los desmanes del momento.

Desde temprano empezaban a acudir vecinas mayormente. Tras el mostrador estaba allí la señorita Curra la Catalana, que vivía en la calle La Reina, ahijada de María Álvarez la del Cortijo Blanco. Atenta y trabajadora, con su guardapolvo siempre tan limpio, se convirtió en la fiel y discreta dependienta. Dentro, con las tareas y los niños, ayudaba Pepa que luego tendría a su hijo Manolo. Ambos pasaban allí todo el día, hasta que, a la tarde, marchaban a su casa acompañados del perro de la familia al que llamaban Moro y que luego, sin ladrar, se volvía.

“Despachá” se escuchaba en la tienda o “¿Quién da la vez?” o “¿la última?”, para saber el orden de espera hasta ser atendidos. Así empezaba el trasiego de quien pedía los víveres de todos los días como el tocino añejo. Algo muy ocasional podían ser: pasas, higos secos, pan de higo, almendras o nueces… En los primeros años del negocio las clientas al llegar a sus casas no disponían de nevera, sino que contaban con una fresquera, un armario con ventilación que permitía conservar en mejores condiciones los alimentos. Si no, lo guardaban en algún armario casi siempre empotrado en la cocina a modo de alacena o despensa. Paraban antes o después a comprar el pan. Al carbón podían mandar a alguno de los niños de la casa. Lo que estaba claro es que no se distraerían en el bar Nacional, aunque estuviera a cien metros de la tienda, en la misma plaza. Durante años pareció que la única mujer que brindaba era Ava Gadner en la capital. La mayoría de las clientas solía venir a diario, aunque de la zona más alejada del Lazareto venían de tarde en tarde como las hermanas Mariscal. En esos casos, había que avisar a quien con coche pudiera llevarles la compra. Los hombres se acercaban a la tienda, pero menos. Algunos solo iban a comprar tabaco, rubio si había; y si no, papel de fumar; cerillas, a recargar los mecheros, o a por los pedidos grandes para el tiempo de descorche.

Currita no olvidaba pasar un paño limpio a la báscula, que hasta 3 kg. podía pesar, algo desgastada, colocada sobre el mostrador, con su plato de latón niquelado y que había que evitar que se desconchara. Revisaba el azúcar pilón llegada en enormes sacos con los que ella sola no podía y que luego, según fueran pidiendo molida o sin moler se envolvía en papel de estraza, a veces como cartuchos.

Tenían pienso para los animales fundamentalmente para pollos y gallinas comprado en el almacén de Muñoz, siendo el más cotizado el de brócoli para que las gallinas ponedoras mejoraran los nutrientes en los huevos y avivara el color de las yemas. Los huevos que se vendían en la tienda eran de la granja del veterinario Emilio Chamizo. Su hija María Teresa disponía de una máquina que calibraba los huevos y dependiendo del tamaño y peso, establecía sus categorías y precio desde super extra a segunda. Para el consumo de la casa había unas gallinas en el patio que hacían compañía a algunos cochinos y a Pío, el caballo.

No faltaban los recipientes de madera con garbanzos, habichuelas blancas, lentejas, harina, arroz o legumbres que se vendían a granel con la ayuda de un librador o recogedor que quedaba depositado en el peso. Fuera se apilaban algunos sacos de garbanzos, de trigo, de maíz, de sal. Si había que cortar el tocino salado o el bacalao se usaba la cizalla y se dejaba bien limpia, aunque a María siempre le daba miedo que se fuera a cortar alguien.

Con la harina había alguna complicación que se intentaba solucionar para salir del racionamiento desde algún procedimiento antiguo como la maquila, una palabra árabe que significa medida, y que era por todos reconocida. Se aportaba una cantidad de grano, harina o aceite en los molinos maquileros por la molienda. A Domingo, el del molino de En medio, se le quedó de mote y por todos era conocido como Domingo Maquila. De noche, los molineros molían y la harina se guardaba tras algún muro falso. Luego llegaban los clientes de confianza, los de siempre, con trigo, por ejemplo, y le devolvían la cantidad dada en harina descontando una cantidad en pago por la molienda.

El café que se vendía era de la marca Mis nietos, de cinco kilos. Se molía al momento. La tienda disponía de molinillo de café fabricado en hierro con restos de pintura roja. El depósito superior era de metal para introducir los granos y en un cajón inferior se recogía el café molido. Contaba con dos ruedas con manivelas para accionar el mecanismo interior. La función del molinillo era moler el café que el cliente solicitaba, aunque los que no podían permitírselo se conformaban con infusiones de malta, una cebada tostada muy nutritiva, sin grasas ni cafeína.

El aroma del café tan penetrante, al molerse, cautivaba a María Padilla, una clienta fija que cada cierto tiempo aparecía con su burra. Venía de la zona de la Venta el Frenazo, siempre a por la misma carga: café, legumbres, aceite, azúcar, sal, bacalao, tocino, atún… No se llevaba aceitunas porque ella las aliñaba, aunque las de María Roncero tenían fama; no sabemos si por el agua del pozo o por los cacharros de barro esmaltados cerrados herméticamente cuando tenían que reposar con el aliño. De machacar aceitunas ya de niño se encargaba Manolo, el hijo de Pepa; no porque le gustara, ya que era muy aburrido con un mazo de madera intentar que no se resbalaran. Durante días se enjuagaban las aceitunas poniendo un huevo para saber si el nivel de sal era el adecuado porque, en ese caso, flotaba y solo quedaba que se aliñara con orégano, hinojo, tomillo, limón y dientes de ajo pelados y aplastados.

El pimentón venía en una caja litografiada. Quedaba reservado para la manteca colorá que la hacía muy buena Pepa y mejor se vendía. Había también otras cajas que llamaban la atención, sobre todo alguna de chocolatinas o de té de Gibraltar y alguna de mejillones en escabeche del Norte, puro lujo durante muchos años, imposibles de comprar para la mayoría de la clientela que tardó en probar el chocolate y que se contentaba con haber tomado en alguna ocasión el sucedáneo hecho a base de algarroba.

Para la matanza anual en diciembre, el patio se convertía en un lugar de trabajo enorme durante cuatro días y era necesaria la presencia de Manuela la Talabarta como mondonguera. Este oficio de mujeres era desempeñado con maestría por Manuela a la que todos consideraban experta en estas faenas. Tenía que preparar la comida de todos, recoger la sangre del animal, preparar las tripas, aliñar la carne, probar el punto del aliño y hacer un caldillo con el hígado. A la vez, iba preparando la manteca a fuego lento. Todas las familias que tenían espacio criaban algún cochino y la matanza era la fiesta. Dos días antes se buscaban las especias según las arrobas del animal, con lo cual la tienda en esos días era un sinvivir preparando los testamentos que eran los paquetitos en papel de estraza con las especias necesarias para la morcilla, la longaniza y todos los embutidos que pudieran hacerse. María recibía las especias de Murcia, muy solicitadas; especialmente el cilantro, comino, matalauva, pimienta, ñora, orégano, grageas dulces… Era un secreto familiar de donde las traían. Ya con los años, su hija Mercedes las empezó a encargar en Algeciras. Al terminar el día de matanza, había que fregar y guardar los cacharros para el diciembre siguiente. Todo debía quedar impecable y seguir atendiendo la tienda en las mejores condiciones.

La buena abacería disponía de vino de calidad. María vendía muy bien el vino abocado que es un vino dulzón, mezcla del dulce y del bueno de beber, no del que se usaba para guisar. Por eso, no faltaban las tres garrafas: la del blanco bueno, la del corriente y la del dulce que traían de la destilería de Cózar.

María estaba atenta para dejar la carretilla de mano, la de las llantas de hierro, en el patio si estaba por medio. Preparaba los bidones de aceite de oliva virgen extra que era tanto o más preciado que ahora, del que se vendía a granel y que se utilizaba para aliñar los platos, iluminar las casas con velas o cuidarse la piel y el cabello. Los vecinos venían con las botellas, algunas de las de gaseosa, para rellenarlas con el aceite de medio litro o tres cuartos, y comenzar el día friendo un poco de pan. Detrás del mostrador había una máquina expendedora de aceite de un metro y medio más o menos de alto para rellenar con las diferentes medidas que cada cual podía permitirse comprar. El aceite se medía y servía gracias a un peculiar aparato surtidor de émbolo que funcionaba a manivela. La máquina tenía un tubo o chupón que atravesando la tapa o encimera del mostrador se introducía en un bidón que se alojaba a su vez debajo de él y que contenía el aceite que se absorbía mediante un émbolo. En los años cuarenta el precio del aceite ascendía a 16 pesetas, en los cincuenta a unas 17 pesetas por litro y en los años treinta 1,60 pesetas.

Aunque se abriera la puerta de la tienda temprano el olor del aceite se mantenía con otros con los que armonizaba perfectamente cómo eran el bacalao colgado y el penetrante aroma del comino. Así ocurría igual en otras tiendas como la de Miguel Durán, la de Conde, la del Coino, la de Lola Ríos y Juan Gaona, la de Lola la Raguito.  La de Guillermo Bermúdez y la de Julio Fuentes eran Spar y daban puntos.  Recordamos las de Manuel Mateos y la de Joaquín o la de Aguera, Tomás Blanco, Paco Tocón, Juan Quiñones, Catalina Pérez, Inés Muñoz, Juan Salazar, Ana Díaz, Isabel Macías, Manzanares, Luis Lobato… Algunas eran igual de antiguas que la de María Roncero y otras fueron abriendo con los años como la de su hijo Diego, que le fue concedida la licencia de apertura el 28 de febrero del 51 como mercería con mostrador y atención similar a la de la sombrerería donde trabajaba Greta Garbo de dependienta cuando fue contratada para interpretar un papel con el que inició su gloriosa carrera.

Se acabó despachar el racionamiento

La actividad de la tienda se centró en despachar el racionamiento que no se suprimió hasta 1952, con años muy duros entre 1939 y 1942, sin olvidarnos de 1946. La cartilla era individual y permitía comprar alimentos exclusivamente a la entrega de un cupón. María Roncero luego tenía que responder de los víveres que había entregado o estropeado. En la guerra y la posguerra la subida de precios y las peonás del hambre redujeron terriblemente el poder adquisitivo de la población y convirtieron el estraperlo en el protagonista de algunos alimentos imprescindibles. Esto ocasionaba que la responsable de la abacería debía equilibrar los pagos con las posibilidades de fiar siempre en el suficiente equilibrio de sobrevivir con el negocio. Las cuentas se llevaban al día y un gancho recordaba todas las facturas que se iban produciendo. María Roncero fiaba los mandados, abría libretas para apuntar las deudas de algunos de sus vecinos con salarios míseros y conocía también a vecinas cuyos hijos o maridos frecuentaban asaltos a huertas donde podían pillar algarrobas, cebollas, aceitunas, animales domésticos o pequeñas cantidades de productos de cerdos tras las matanzas familiares como tocino, embutido, manteca, etc. así como garbanzos o lentejas. “María, apúntamelo” o “mi abuela, que se lo apunte” se escuchaba tras atender.

Algunas familias sabían bien de no tener para encender la lumbre y de vender o cambiar en la abacería algunos de los productos conseguidos con la cartilla de racionamiento, pequeños fraudes que, junto al estraperlo, vendiendo esas mantecas que traían las matuteras, consiguieron engañar al hambre durante los largos tiempos de penuria en los que no se dudaba en comer un lagarto si aparecía. El matute sí que molía los pies y todo el cuerpo. Había que llegar hasta La Línea por aquellas zonas menos transitadas para no arriesgar y allí conseguir unos cuarterones de café, unas libras de azúcar, leche condensada, jabón Lux o tabaco de Gibraltar. Por algunos de estos motivos más de uno fue encarcelado, multado o desposeído de sus escasos bienes. Los mismos que leían o les leían los tebeos de Carpanta, que comenzaron en el 1947, escritos por José Escobar. Calmar el hambre era la única ocupación del personaje y no conseguirlo era su realidad desde donde vivía bajo un puente con su sombrero. “Tiene más hambre que Carpanta” decían los mayores y aparecía la sonrisa que tanto costaba encontrar. Salvador, el de Enriqueta, con un carro iba repartiendo paquetes por el pueblo de los que llegaban en los autobuses a la parada principal y, a la vez, cambiaba tebeos y novelas. Más tarde, en la tienda de Mario se empezaría a hacer lo mismo con el capitán Trueno, todo un superhéroe.

Llegó el día en que se dejó atrás el sistema de las cartillas de racionamiento. María para sofocar el apetito de la chavalería disponía de chucherías de la época como boniatos, castañas, bacalao, trigo tostado, carne de membrillo, garbanzos tostados con cal, altramuces o chochos, aunque algunos chiquillos no pasaran de poder comer trigo cocido. El jamón dulce o el que cortaban finito de lata era para un día en el que hubiera enfermedad en la casa y solo para el enfermo. Tendemos a endulzar los recuerdos del pasado y los más mayores lo recuerdan como gloria bendita. Las sensaciones de esas chucherías o embutidos podemos decir que fueron muy agradables y recuerdan cuando la tienda se llenaba con los monaguillos y con todos los que con sus libros de oración y sus rosarios querían comprar los polos que hacía María, cuando salían de misa los domingos. Había de cacao con leche, de natillas y otros sabores que vinieron luego, con sus palillos de dientes para poder cogerlos bien. Las natillas tuvieron que dejar de hacerlas porque salían muy caras, pero qué maravilla era esa leche aromatizada con canela y esa Maizena, yemas y azúcar… Todo un espectáculo de los sentidos en aquella nevera que a veces parecía enfadarse y enfriar menos de lo que se necesitaba.

Tener en los años cincuenta, electricidad en casi todos los hogares abrió la posibilidad de las televisiones o radios Telefunken y los electrodomésticos Kelvinator que permitieron controlar los tiempos sin estar pendiente de la luz natural. De pronto, por la tarde noche había otras posibilidades para las reuniones en familia. Vender bombillas se implantó en la tienda, aunque las lámparillas de aceite y las velas siguieron en el cajón del mostrador porque seguían siendo necesarias cuando se cortaba la luz o en las peticiones de devotos a santos o Vírgenes. A la vera estaban guardados en un armarito alfileres, tijeritas, dedales, botones y las agujas de coser, de croché y de hacer punto. Eran la debilidad de la hija Mercedes y de su grupo de amigas: Lola Salazar, Pepita Cerón, Mariquita Gómez o de las hermanas Juana y Pepa Pino. A ellas las orientaba y les anotaba lo que tenían que hacer para el corte de un vestido o los puntos de la bufanda o de la rebequita para cubrirse los hombros y que no le diera el relente. No comentarían que esa prenda con botones se llamaba así por utilizarla el personaje de Rebeca que interpretaba Joan Fontaine en la película de Hitchcock. A Mercedes, le gustaba recomendar el uso del almidón para poner tiesa la ropa y para acompañar el cepillado de alguna prenda porque quitaba la suciedad y el sudor, aunque para eso, que no faltara el jabón Lagarto o la pastilla de jabón inglés que traían las matuteras para vender en la tienda.  A veces, si para la costura o el punto hacía falta algo más específico de mercería se iban cerca, a la calle Ancha, a la tienda de Lola la Carrasquito. Después de esperar a que atendiera a los niños que compraban elástico para los tirachinas encontraban todo lo que buscaban.

No le importaba a Mercedes estar con sus amigas en cualquier momento, menos después de comer, que no era hora de visitas, y tenía por costumbre ir a la iglesia, que está frente por frente. Se sentaba en el sagrario a rezar por ser la zona más reservada. Al volver, ordenaba para el día siguiente los pizarrines y las libretas que estaban delante del mostrador por si pasaban niños para la escuela y los pedían.

Muchos de esos niños llevaban los zapatos que habían comprado fiado. Debían durarles todo el año o mucho más, incluso con boquetes que rozaban los pies con el suelo o alguno con alpargatas con un trapo liado por si la suela se había desgastado. En el soberao los zapatos estaban organizados por números de pie. Los tenían de tres tipos: los del campo, que eran botas recias marrones de lona; los de vestir, algo más delicados a los que se abrillantaba con un betún también a la venta, y las alpargatas que no eran las mismas que llevaba puestas Rita Hayworth en La dama de Shanghái y sí las que María Roncero donaba para que cada jueves santo se llevase a cabo el rito del lavatorio de pies a doce vecinos en la iglesia.

Llegaron empresas y amor

María y su hija Mercedes permanecieron viviendo juntas y sus otros hijos, Diego y Juana, formaron sus familias. Sus rutinas les hacían llevar una vida de trabajo, pero de sosiego. Un día entró a la tienda un extranjero con varios hombres conocidos. Y volvió al día siguiente para seguir hablando con Mercedes de su tierra, de Pirri, junto a Cagliari, o de Sórgono, lugares de la isla de Cerdeña donde los jóvenes se vieron envueltos en grandes sacrificios en el ejército relacionados con los objetivos de Mussolini. Había llegado desde Tánger a Los Barrios para trabajar en la fábrica de pipas de fumar. Pronto comenzaron a pasear por la calle de la tienda hasta que María Roncero prefirió que entraran al salón porque ante la dificultad de andar de Mercedes y que ya tenían edad más que suficiente para iniciar una relación, la casa era el mejor sitio. Parecía que Franco Trudu era de fiar y creíble que había dejado tras la guerra mundial un paisaje de pobreza y aislamiento en su tierra, aunque no dejaba de sorprender a casi todos, que hubiesen venido desde Tánger hasta la Vega Maldonado, en Los Barrios, unos italianos a montar una empresa.

Se reconoce que la actividad industrial siempre fue escasa en el pueblo hasta bien entrado el siglo XX. Aparte de la fabricación de las pipas de fumar, unos años antes del 1963, mantenía abierto los talleres de reparación de bicicletas de José Orellana Ruíz en la Huerta Primera y de José Ramos Calvente en la calle Corredera o las aserradoras de Juan García Ruíz y la de la calle Alhóndiga de Pedro Román Romero o las herrerías de Francisco Ríos Espinosa en la calle Soledad y la de Juan Pecino en la calle Cervantes o la destilería de Cózar.

Juana, otra hija de María Roncero, se casó con un hermano de Rafael Pino Gómez, el cartero, dueño de la fábrica de gaseosas Sagrario, inscrita a nombre de su hermana Josefa en un local con su buen patio en la calle Carmen 5. Se embotellaban como gaseosas de las llamadas de pito en las que en su interior había una bolita de cristal similar a una canica que hacía de tapón e impedía la salida del líquido por efecto del gas. Eran de grueso cristal para soportar la presión y los sucesivos lavados y llenados. La fábrica contaba, por un lado, con la saturadora, máquina en la que se mezclaban el gas carbónico y el agua y, por otro, la llenadora de sifones y gaseosas, integrada en la misma máquina. Fue novedosa la mezcla que hacían con jarabe de fresa que tanto gustaba y la que Rafael consideraba su mayor innovación. Las normativas sanitarias se actualizaron por el auge que cogieron los sifones y gaseosas. La producción estaba declarada en 100 botellas a la hora. Los hombres hacían tareas de fuerza y peso y algunas mujeres de la familia colaboraban en ordenar y limpiar envases con ese tapón de porcelana serigrafiado. A pesar de estar en el centro del pueblo no ocasionaba molestia alguna al vecindario. No era, ni por asomo, como la fábrica gallega, de harinas de pescado que años después dejaría esos olores tremendos según los vientos. De su gerente Jaime Alonso, “El Gallego”, su mujer y sus hijas, guardo un emocionado recuerdo de amistad primero en la casa junto al río y después cuando se mudaron a Palmones a la calle Alférez provisional, muy cerquita de la tienda de comestibles de Manuela, la madre de Maricuchi.

La mujer de Rafael Pino se llamaba Agustina y tenía una hermana Carmen y otra Paca. Carmen estaba casada con Bravo y abrieron, junto a la estación del tren de Los Barrios, la Venta de la Salud, donde vivían. El sitio era inmejorable bajando el cortijo de Las Pilas y con una estación férrea que presumía de edificación moderna, en funcionamiento desde el 6 de octubre de 1890 con la apertura de la línea férrea Algeciras-Jimena de la Frontera que conectaba con Bobadilla. Las obras de la compañía inglesa The Algeciras-Gibraltar Railway no tuvieron dificultades al estar a tres metros sobre el nivel del mar. Cuando inauguraron la Venta de la Salud ya la concesión de la línea se había traspasado a la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces, que la gestionó hasta la creación de RENFE en 1941. Hasta allí se iba El Galgo, que era el apodo de uno de los repartidores de la gaseosa, hombre alto y rápido que bajaba cajas y las subía que llamaba la atención. En las temporadas de primavera y verano había que coger el carro, llenarlo y acercarse al bar, que se quedaba sin recursos con las cajas necesarias de madera llenas de botellas que se vendían a peseta. Junto al mesón Parrilla estaba el kiosco de Manolo Fuentes y allí, hacía su paradita otro repartidor de las gaseosas, Manolo Zapata, cuando apretaba el calor y la faena se hacía cuesta arriba.

Franco Trudu decía que su trabajo estaba donde hubiera buen brezo con su madera ideal por su resistencia al calor y su dureza. Había que dar respuesta a la demanda por el hábito importado de las colonias a Europa del tabaco americano con las pipas de fumar. Contar con especialistas era tarea fundamental para no hacer cortes que desperdiciaran el material y que supieran tener un acabado con la ligereza y belleza de la madera que se solicitaba por toda España, Alemania, Francia, etc.  Siendo alcalde de Los Barrios José Mañas Góngora aparece reflejada en la Memoria municipal de 1960 lo siguiente:

“Aunque la industrialización del término es una constante preocupación y aspiración de la Corporación como único medio posible para elevar el nivel de vida de la población y supresión del paro obrero estacional, hasta ahora, solo se ha conseguido un ligero progreso en estas actividades con la implantación de una fábrica de elaboración de brezos para pipas, esperando que cuando se tengan bien dotados y con potencialidad suficiente los servicios de agua y de electricidad vengan a establecerse las industrias adecuadas y necesarias, para la transformación de las materias primas producidas en el término”.

En ese mismo año se concede licencia de apertura solicitada por Elías Tarín de Agustín para fábricas de pipas de fumar. El jefe local de sanidad inspecciona la casa enclavada donde tenía instalada la fábrica de brezos para pipas, comprobando que reunía las condiciones higiénicosanitarias y que no era incómoda ni insalubre. Elías Tarín se instaló con su familia en un piso a la entrada de Los Barrios donde su hijo Elías y su hija Montse hicieron muchas amistades.

Según los datos que se constatan en el Archivo municipal para la licencia, el capital total de la empresa era de 250.000 ptas. y una potencia de 8,75 cv. naturaleza-electricidad. Disponía de cuatro obreros fijos y en cuanto a herramientas una bancada de madera, cuatro motores eléctricos de 2 hp., un motor eléctrico de 3 cv., porta muelas de cuatro ejes, porta sierras circulares, cuatro sierras circulares, cuatro mesitas soporte de sierras y una caldera de cobre. Las materias que se emplearon en ese momento eran 150t. de cepas de raíz de brezo. Los productos a elebacrar eran 10.000 docenas de escalarbones de brezos de primera calidad y 1.000 docenas de 2ª calidad. Esta información así de detallada es la que aparece en la inscripción provisional en el censo de industria. El proyecto de construcción de la fábrica resultó innovador y modelo de la época.

En el año 1962 y 1963 se inicia la solicitud de ampliación como actividad peligrosa con la empresa traspasada a Juan García Rius, para la fabricación de escalabornes de cepas de brezo, en Calle Vega Maldonado 58. En el Boletín Oficial del Estado nº 105 de 3 de mayo de 1.967 se publica la declaración de Los Barrios como zona de preferente localización industrial agraria. La incidencia de la fábrica en los montes propios era evidente. Se anunciaron dos subastas para el aprovechamiento de las cepas de brezo de montes de utilidad pública de los propios del ayuntamiento por los años de 61-62 y 62-63. Tras la reducción de tres mil pesetas en la segunda subasta, en 1.962 salió a 12.000 pesetas. El precio por tonelada de la pesada en verde se fijó en 400 pesetas.

La jornada de trabajo comenzaba en la fábrica de pipas a las 8 de la mañana hasta las 14 h. y de 15 a 19 h. de lunes a viernes y el sábado hasta el mediodía. En un primer momento se ganaban 25 pesetas a la semana. El objeto de trabajo era la cepa que es un tumor que aparece en el brezo entre la raíz y el tronco. Limpiaban con un cuchillo los bordes, secaban la madera y se cortaba en forma de escalabornes. Entre los muchos trabajadores que pasaron por allí estaba el maestro cortador José Serrano Perniles que se dedicaba a cortar la cepa para dejar la pipa limpia y poder cocerla después en la caldera durante doce horas hasta perder la savia, por lo que algún trabajador hasta las 12 de la noche esperaba para sacarla y ponerla a enfriar. También estaba Antonio Elena o Pepe el Gordo las Pipas que se dedicaban a seleccionar el producto por categorías. Torrejón, el Verde, el Bori y el hermano Curro Elena, Eliseo, Lucas, Luis el Chanca, Antonio el Vinagre y Antonio el Pipa limpiaban las cepas antes de pasar al cortador. Las pipas había que regarlas todos los días por las tardes para que no se rajaran y se contabilizaba la faena de cada trabajador. Fueron muchas horas de trabajo acompañadas de unos tragos de vino que cada uno llevaba en su bota como parte del equipo reglamentario o del café que acercaban familiares de los que vivían cerca si el perro Siro no ladraba demasiado.

Una vez extraída de la cepa de brezo las cazoletas de las pipas no se lacaban o enceraban porque solo se plantearía eso si había que cubrir un mal material o errores en su manipulación, que no era el caso, y se devaluaría el valor de la pipa. Los excesos de lacas y pinturas alteraban el fumar y no se trataba de objetos de decoración, sino que todas las pipas debían quedar lo suficientemente porosas y con un aroma correcto. Todo ello es lo que conocían desde antes de su llegada a Los Barrios Elías Tarín de Agustín y Juan García Rius, ya que sabían escoger la madera y el tratamiento gracias a la experiencia desarrollada en Tánger y en otras ubicaciones.

En el desván de la fábrica, García Rius y el veterinario Emilio Chamizo gestionaron una granja de chinchillas, roedores que siempre fueron muy apreciados por su piel como artículo de lujo. Los criadores consiguieron chinchillas de muchos colores diferentes en un tipo de empresa que había comenzado a tener una cierta relevancia en esa misma época y que necesitaba un cuidado primordial basado en no estar en sitio ruidoso e iluminado y con una temperatura de 18 a 24 grados.

Final con boda

Franco Trudu manejaba extraordinariamente cada cepa para extraer la mejor pipa posible. Sus maneras pausadas de hablar italiano y español le permitieron entenderse de maravilla con Mercedes. Ella sonriente podía explicarle todo lo que veía y Franco lo que no veía pero que algún día visitarían juntos: Cerdeña, la isla que había sido española y que había sufrido mucho por el aislamiento en la segunda guerra mundial. Le hablaba de sus hermanos: Benedettto, Giovanni, Tulio, Inés y Bice. Mercedes comenzó a simpatizar con la Democracia Cristiana de Aldo Moro y es que la tierra de Franco, que había sido capitán de mortero, estaba destrozada. La fe en la religión y la política parecía adecuada solución y les provocaba una cierta ilusión.

La boda fue en el altar mayor ante el retablo del Perpetuo Socorro. Los novios deseaban que se hiciese el rito católico del manto antes de finalizar la ceremonia así que, con un velo amantillado de tul de cristal bordado cubrieron los hombros de Franco y la cabeza de Mercedes que iba toda vestida de blanco. Era una forma, junto a darse las manos ante el altar, de manifestar el compromiso de los cuidados y de que los hijos se educaran cristianamente. Los padrinos fueron su hermano Diego y su cuñada, Paca Gil, guapísima y elegante con un tocado claro. La boda se celebró en el mesón Parrilla que regentaban los hermanos Rafael y Ciriaco de Jimena. Por entonces, gustaba que la celebración al ser de mañana, fuese con buenos pasteles y de beber, un rico chocolate o refrescos. María Roncero, satisfecha, no dejaba de dar instrucciones desde la mesa presidencial en el banquete para que todo el mundo quedara contento.

 

Boda de Mercedes Salazar Roncero y Franco Trudu

Mercedes tuvo dos hijos en el hospital de la Cruz Roja en Algeciras por sus riesgos de salud: Ángelo y Luis. Con Franco Trudu se añadieron a la dieta de la casa macarrones, espaguetis, tomate frito con albahaca, queso azul y queso de gruyere. Nunca intentó Mercedes cocinar para él arroz con leche. Al parecer, mientras estuvo en el campo de prisioneros era lo único que podía comer. Cuando salió, jamás lo volvió a probar, solo le apetecían todos esos platos de la infancia con laurel, hinojo, romero y tomillo de su tierra, que no eran complicados de repetir en la casa y que se llevaba como costo al trabajo. Mercedes y Franco parecían decirse como en Casablanca: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos.”

Arreglaron la fachada de la vivienda, compraron la tele en blanco y negro y las amistades se animaron a venir por las tardes a ver Reina por un día y las corridas de toros que tanto entusiasmaban. A Franco le encantaba sentarse allí a descansar y más aún cuando desde que en el 78 se presentó con una tele en color que no llegó a conocer su suegra María porque había fallecido dos años antes y que, de no ser así, seguro que hubiera más que sonreído. Fue una inmensa ausencia en la casa por mucho que hubiera siempre quienes vieran las sesiones de tarde dispuestos a emocionarse con películas como Zampo y yo de Luis Lucia o El evangelio según S. Mateo de Passolini. Franco tuvo nuevo destino de trabajo a la zona rica en quejigos, alcornoques, rebollos, jaras y brezos, en los montes de Navahermosa, en la provincia de Toledo.  En una de sus vacaciones no se encontraba bien de salud. Llegó muy desfallecido y cansado. Al año, falleció por un cáncer que no aguardó mucho. Mercedes dejó de pasear definitivamente a no ser para ir a sus visitas a la iglesia. Falleció con 86 años de edad y la tienda ya estaba cerrada. Su nieto, Miguel Ángel, es un reputado cineasta. El biznieto de la Molinilla, ya entonces había visto decenas de películas y es posible que se emocionara con las palabras del pequeño Salvatore en Cinema Paradiso: “La vida no es como la has visto en el cine, la vida es más difícil.”

Nota: Familiares, amigos y vecinos de nuestros protagonistas o conocedores de las actividades del Parque o de sus archivos como Miguel Ángel Trudu Salazar, Nicolás Ceballo, Emilio Martínez, Felipe Salazar, Andrés Muñoz, Domingo Mariscal, Manolo Pecino, Juani Herrera, Pepi Pérez Ortega, Javi Salazar y Mari Ángeles García han recordado o establecido conversaciones con sus mayores que han servido para iluminar, sin duda, este relato.

Noticias de la Villa y su empresa editora Publimarkplus, S.L., no se hacen responsables de las opiniones realizadas por sus colaboradores, ni tiene porqué compartirlas necesariamente.

Noticias relacionadas

 
29 abril 2024 | Eduardo Briones
Casas cuevas
 
28 abril 2024 | Rafael Fenoy Rico
Relato de una oposición manipulada
 
28 abril 2024 | Patricio González García
Pasa la vida