DESDE MI ALDEA

Nochebuena

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Y la noche llegó, tímida, vacilante, buscando la complicidad de la brisa helada para vaciar los campos, para vaciar los tajos, entrelazándose con los pespuntes de los últimos rayos de sol que hilvanaban la niebla y el vaho de la hojarasca dormida de los caminos con un zig zag dorado al ritmo de las campanas de nuestra torre. Así, con esta postal, recibía mi pueblo la Nochebuena, llenando sus calles con el run run de zambombas de pita o de lata y de sonajas con platillos barridos, entre serrín, en el CZ, el Café Grande o en el Negresco. Las partituras populares paseaban por las calles del pueblo; se oía que había un pavo con la pluma en pie, una cagancha cantando en el majoleto, mientras se daba por hecho que la bata se la ponía porque era su gusto… y punto.

Por los postigos entreabiertos se escapaba el olor a pestiños y roscos de vino o anís, mientras los hogares daban calor al esfuerzo de la comida más copiosa del año. Era un esfuerzo que menguaba gran parte de aquellos sobres huérfanos de nómina y convenios con los que se afrontaba el día a día de las familias, de las casas compartidas por tres generaciones. Una falda de ternera rellena, un pavo al horno o ese pescado del que te enamorabas muchos días del año, pero cuyo precio no te correspondía, vestían una mesa bajo la atenta mirada de ojos empañados por las copitas en el bar o por la emoción de saberse parte de una familia feliz.

Aquí me veo obligado a rendir homenaje a ellas, a esos delantales perpetuos con bolsillos llenos de cuentas imposibles de cuadrar por gestores avispados, cartoncillos repletos de números de los que salía la magia capaz de hacer desaparecer la falta de cuartos. Ellas, las madres, las abuelas…siempre ellas.

Tras casi engullir, dado su carácter extraordinario, el menú de Nochebuena, la mesa se volvía a ocupar de polvorones, mantecados, turrones y roscos que habían sobrevivido bien guardados en el ropero, fuera del alcance de pequeños aprendices de detectives criados entre las carencias de la época. Tras otra exhibición de la capacidad de zampar, cogíamos los abrigos para no perdernos la misa del gallo en una iglesia sumida en penumbras donde el incienso se batía en duelo con la mezcla más amplia de perfumes de todo el año litúrgico.

Con la bendición navideña, salíamos a la plaza donde los besos y abrazos unían a un pueblo con las preocupaciones arrinconadas. Vecinos y vecinas lucían la gala encubridora de callos y amarguras impregnadas con la delicada untura de un niño acabado de nacer.

No quedaba ahí la noche más feliz del año. No había hora de queda para los jóvenes, las calles recibían el alba con pandillas y rondallas de puerta en puerta. No había cerrojos ni extraños, las mesas de los salones permanecían vestidas con paños para la ocasión sobre los que se ofrecían aquellas recetas que han viajado en el tiempo y nos han dejado el legado de la pascua bañado en miel y ajonjolí. Fiestas entrañables, recuerdos emborrachados en almíbar de alambique, esfuerzos sobrehumanos para disfrazar la mesa de las penurias, neblina de aguardiente para olvidar la zanja o el surco donde se pasaba el año. Nochebuena, con toda seguridad, la noche más feliz del año.

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