La cálida atmósfera que respiró en su hogar familiar tan cercano al Seminario, la amistad con algunos aspirantes al sacerdocio, la sensibilidad ante los sufrimientos de sus compañeros menos favorecidos y, sobre todo, sus permanentes relaciones con los mensajes de Jesús de Nazaret explican, a mi juicio, la precocidad con la que aparecieron los gérmenes de vocación sacerdotal de Pedrito. Estoy convencido de que muchas de las cualidades humanas y de los valores evangélicos que definen el perfil de este hombre bondadoso y bueno estaban ya esbozadas en aquel proyecto que él dibujó en su adolescencia y que, después, se han ido desplegando al ritmo cambiante de los episodios biográficos, históricos y eclesiales.
Pedro Gómez, más que leer, ha vivido el Evangelio sintonizando y conviviendo con los vecinos de su barrio. Cuando le di la enhorabuena por su nombramiento de hijo adoptivo de Algeciras, me respondió: “No hago más que eso: estar al lado de los que necesitan trabajar y luchar mucho para, simplemente, sobrevivir”. “¿Te parece poco eso? En mi opinión -le respondí- eso es lo más difícil y lo único que deberíamos hacer los demás. Estoy convencido de que nuestras palabras, nuestras explicaciones y nuestros argumentos lo único que hacen es ocultar u oscurecer la sencillez y la naturalidad de los gestos de Jesús de Nazaret”.
Las actitudes y los comportamientos de Pedro –de aquel Pedrito- nos han mostrado que el sentido de los mensajes evangélicos lo captan mejor los hombres y las mujeres sencillas que los doctos exégetas y los eminentes hermeneutas. El testimonio sencillo de este paisano nuestro nos confirma que los contenidos de la fe no se entienden si no percibimos, hacemos y padecemos la realidad de la vida.
Su actitud audaz y su comportamiento valiente le permiten vivir con dignidad y sin necesidad de ínfulas. Pedro -prescindiendo de lo secundario y de lo banal, de lo anecdótico y de lo pasajero- ha preferido asentar sus tareas en la convivencia con las personas que, desde el principio, consideró paisanas.
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