¡Que Dios nos coja confesados!

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José Antonio Ortega | Periodista y Escritor

Cuando lo peor puede ocurrir, lo más probable es que ocurra. Este no es exactamente el enunciado de la Ley de Murphy –¡vaya con el puñetero Murphy!–, pero puede equiparársele. Cabía la posibilidad de que Trump ganara las elecciones en los Estados Unidos y el muy jodido las ha ganado, para sorpresa de propios y extraños. El populismo de derechas, que también existe, se ha impuesto en la primera gran potencia y gobernará el país durante los próximos cuatro años. Cosa que no debería inquietarnos si no fuera porque lo que pasa allá al otro lado del Charco, entre el Capitolio y la Casa Blanca, tiene su repercusión en la mayor parte de los estados del planeta.

Es verdad que Trump se ha estrenado como presidente electo con un discurso de tono conciliador, en la línea que se espera de un líder político que va a regir en parte los destinos de millones de personas, y es de agradecer, teniendo en cuenta los recelos que a nivel internacional su elección ha provocado. Pero tampoco debemos llamarnos a engaño. Si la nueva administración estadounidense que sucederá a la de Obama a partir de enero de 2017 incluye en su agenda las medidas que el magnate vencedor de las presidenciales ha venido anunciando a lo largo de toda su campaña, es como para preocuparse.

No se trata de crear una alarma innecesaria,  pero, si al nuevo presidente le da por poner en marcha en toda su integridad su programa electoral, la situación ya de por sí un tanto convulsa en la que vivimos podría agravarse. El proteccionismo, el cierre de fronteras, por el que aboga este tipejo demagogo y fantasmón, que a base de millones se ha erigido en líder del conservadurismo republicano más recalcitrante y trasnochado, no augura nada bueno ni para la economía de los EE.UU. ni para la de la mayoría de los demás países. Como tampoco lo auguran los recortes en el presupuesto federal, que podrían truncar el crecimiento, ni el giro previsible en política exterior hacia una estrategia basada en la bravuconería más que en la diplomacia, cuyas consecuencias se nos antojan temibles.

Preocupante es también el vuelco que pueden sufrir las relaciones con los demás estados del continente americano. En particular, con México, Cuba, después del acercamiento histórico al que hemos asistido en los últimos años, y Venezuela. Pues no parece que la nueva administración, a tenor de los principios y premisas con los que llega, vaya a tener una Secretaría de Estado que apueste por el diálogo y la cooperación, como hasta ahora.

Todos o casi todos los que nos interesamos por lo que ocurre en este mundo que habitamos nos preguntamos cómo este tío un tanto impresentable ha podido ganar las elecciones, teniendo en contra a una gran parte de los republicanos, a los demócratas, a algunos de los personajes más célebres y de más renombre de la sociedad norteamericana, a Wall Street y, en definitiva, a prácticamente todo el establishment. Y en el contenido de la pregunta está la propia respuesta. Añadamos a lo dicho la baja participación (casi la mitad de los ciudadanos no ejercen su derecho al sufragio), el espíritu chauvinista y patriótico de los estadounidenses, el discurso medio chabacano, con más apelaciones a los sentimientos y a los instintos que a la razón, gracias al cual el susodicho ha conectado con el común de la gente, y el funcionamiento de un enrevesado sistema de elección presidencial –Al Gore podría dar fe de ello– que, además de no ser muy fiable, permite que se pueda llevar la victoria el candidato menos votado, y entenderemos algo mejor lo sucedido.

En cualquier caso, ¡que Dios nos coja confesados!

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