DESDE MI ALDEA

Semana Santa en sepia

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No se trataba de ser creyente, ateo o agnóstico, simplemente era que entrábamos en la cuaresma y volvíamos a casa con la cruz de ceniza en la frente y el jersey impregnado en incienso para afrontar unas semanas inmersos en el recogimiento avalado por la Santa Madre Iglesia y por un estado que aún distaba de ser aconfesional.

Yo apenas llegaba al aparador del comedor y tenía que subir a una silla para ver arder las palomitas junto a las fotos de los difuntos. Aun siendo pequeño me intrigaba e intentaba buscar explicación del porque el vaso de duralex contenía mayormente agua y solo un dedo de aceite sobre el que flotaba el cartoncillo redondo atravesado por la mecha. Hoy entiendo que esta combinación no respondía a leyes químicas sino a obligaciones económicas al escatimar la botella de Holgado que por aquellas fechas venía a sustituir los octavos y cuartos a granel.

También recuerdo como mi vecino Cristóbal echaba las cortinas de su Bar Negresco en la tarde del Jueves Santo; al igual que el resto de bares de Los Barrios, por orden gubernativa, cerraban sus negocios esparciendo serrín entre olores de tortillitas de bacalao y potajes de tagarninas. A estas medidas de duelo se sumaba el cierre adelantado de emisión de la única cadena de televisión, quedándonos esa tarde sin los Chiripitifláuticos del Capitán Tan y Valentina.

El silencio ocupaba los espacios de la vida cotidiana del pueblo, un silencio solo roto por los últimos ensayos de la banda de cornetas y tambores de Currito “La Justa” y de los preparativos de la salida procesional del Viernes Santo.

El paso del tiempo fue difuminando las medidas restrictivas de ocio, de ahí que nos visitaran atracciones de feria, como los coches de choque, el cual se instalaba en el llano donde hoy está la parada de autobuses; eso sí, sin música el Jueves Santo.

Semana Santa en sepia bajo cielos grises del ocaso del invierno, Semana de pasión, de promesas, de píes descalzos, de velas y lágrimas, de hábitos con olores a alcanfor. Semana Santa de un pueblo que apagaba la cal para recibir una nueva primavera con fachadas encaladas y colchas colgadas de balconeras. Semana intensa y culinaria donde los paños guardados para la ocasión vestían la mesa camilla sobre la que se degustaba la excusa perfecta para reunir una vez más a la familia y amigos. Espárragos, tagarninas, bacalao… dejaban en la nevera la pringá sobrante del puchero tal como mandaban las directrices sobre ayunos y abstinencias.

Tengo que admitir que la Semana Santa y la Pascua me han atraído especialmente desde pequeño y así lo sigue siendo. Me encanta la plasticidad de las salidas procesionales, el fervor a los momentos de mayor intensidad de las mismas me llena de emociones y me sumo al esfuerzo de tantos vecinos y vecinas que dedican su esfuerzo, cariño y devoción por unas horas junto a sus titulares por las calles del pueblo.

En aquellos años en sepia todo era menor, menos el amor por lo que hacían. Los pequeños presupuestos con los que se contaba daban como fruto tronos carentes de la orfebrería que hoy podemos ver en todas las cofradías. Eran años en los que se comenzaba a ver los primeros peldaños de una subida imparable donde las hermandades barreñas han logrado que la Semana Santa de nuestro pueblo brille con luz propia, desde estas líneas mi admiración y mi cariño a todas ellas.

Semana Santa en sepia, sin color, sin música, bajo la luz temblorosa de las palomitas, al ritmo de caja y corneta. Así era en nuestra infancia, en nuestro Pueblo, en nuestros recuerdos.

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