DESDE MI ALDEA

Siempre habrá una sillas para ellos

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Mientras vestimos la mesa con el mantel bordado por la abuela, mientras ponemos las fuentes de aguacates rellenos, mientras colocamos esas copas que duermen el año en el mueble bar, mientras doblamos las servilletas como lo vemos hacer en vídeos de las redes, mientras todo eso ocurre, siempre hay un segundo para levantar la vista y ver su silla vacía, un segundo para viajar en el tiempo y añorar la sonrisa que iluminaba esa noche mágica. A ellos, a ellas, van dirigidas estas líneas.

La puerta no paraba de abrir y cerrar. Niños, mayores, carritos, bolsas llenas y bandejas con papel de aluminio doblado por el viento entraban en el caos de una cocina donde la abuela guardaba, bajo la bata, su mejor vestido mientras terminaba de freír esas croquetas ansiadas por los más pequeños y doraba el pavo relleno por el esfuerzo de una cartilla de la que salían donaciones para algún que otro comensal apurado por la crisis. En el salón, el abuelo, solo, siguiendo con atención el mensaje de un monarca al que le auguraba malos tiempos, contemplando de reojo una mesa colmada de cristalería y lozas muy distante de aquella vestida de hule para recibir la navidad entre vasos y platos de duralex de varios colores. Soledad entre multitud de quien, con ojos vidriosos bajo pestañas pobladas de algodón, observaba el pasado proyectado en el fuego de un hogar que en esa noche tan especial calentaba la ausencia y los recuerdos.

Hoy, mirando la silla vacía, recuerdo esas manos sarmentosas con las que peinaba el flequillo de una generación que dejaba de jugar con caballos de cartón o con la Mariquita Pérez y Juanín. Niños y niñas que hoy ayudamos a la heroína de nuestra historia a limpiar la porcelana de La Cartuja y largas copas de filo dorado que ella atesora entre paños de lino y encajes. Es el relevo generacional, ley de vida que va dejando sillas vacías y luchas entre sus nuevos moradores por seguir entonando esos villancicos que nos hacían cantar sin dejar de pensar en él, en como olvidaba la letra o como el pandero rodaba por el suelo entre las risas de los más pequeños.

Silla de vacío efímero, vacío atajado por el crecimiento de la familia que obliga a desempolvar el mecanismo de una mesa que se pliega una sola noche del año, mecanismo chirriante por el óxido tras haber sido testigo del balanceo de las hojas del calendario entre tazas de té y fotos de familia.

Silla de vacío llorado, de lágrimas borradas por dedos diminutos que esta noche revuelven el decorado del árbol y los sentimientos de aquella que se siente dichosa y agradecida por la visita de quienes siempre estaremos en débito por tanto.

Silla de la herencia ignorada, silla de los que nos sentamos en ella sin saber que somos fruto de los sueños que quien nos dejó su espacio como la mayor riqueza que se pueda ceder, la familia. Estar junto a ella debe ser suficiente para sentirnos agraciados para siempre.

Las despedidas no tienen filtros, ni sexos, ni consuelos, solo sillas vacías que invitan a seguir envolviendo aguacates en papel de aluminio, a manchar el maletero con los calamares rellenos y a llamar al timbre del pasado para compartir sueños y recuerdos alderredor de la mesa de la vida.

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