Ángel Tomás Herrera | Licenciado en Derecho
Sólo las personas más mayores recordarán la función que desempeñaban aquellas viejas casetas de arbitrios municipales, consumos o fielatos, que existían a la entrada y salida de los pueblos y ciudades, en los límites de provincias y a lo largo de los caminos más transitados. Hoy son sólo un recuerdo de aquella España de la postguerra y el estraperlo, del costumbrismo rural y los mercados interiores que conocieron nuestros padres y abuelos.
El fielato era el nombre popular que recibían las casetas de cobro de los arbitrios y tasas municipales sobre el tráfico de mercancías, aunque su nombre oficial fuese el de estación sanitaria de abastos, ya que además de su función recaudatoria servían también para ejercer un cierto control sanitario sobre los alimentos y mercancías que entraban y/o se vendían en las localidades. El propio término “fielato” procede del fiel o balanza que se usaba para el pesaje de las mercancías. El peso y el tipo de mercancía determinaban la tasa o impuesto a pagar.
En una época en la que era muy difícil centralizar todo el sistema impositivo, los fielatos fueron un medio eficaz para cobrar directamente a los comerciantes. Estos impuestos sobre el consumo, fueron durante mucho tiempo los ingresos directos que diariamente recibían los diversos Ayuntamientos españoles, que de esta forma conseguían fondos, sin necesidad de préstamos financieros o participaciones en las arcas estatales, para poder asfaltar calles, arreglar jardines, construir alcantarillados, pagar el alumbrado público y demás servicios públicos. En Los Barrios – como en otras localidades del Campo de Gibraltar – existían este tipo de casetas municipales repartidas a la entrada y salida de las urbes o flanqueando los caminos.
La gestión pública siempre se ha nutrido de la recaudación de impuestos, exacciones o tasas, sólo baste recordar la financiación del erario público romano o los registros de arbitrios que el Diccionario de Hacienda del político asturiano José Canga Argüelles y Cifuentes (1827) recoge desde Alfonso X el Sabio hasta Fernando VII. Parece ser que el origen de las viejas casetas de fielatos se remonta a finales del siglo XVIII, sustituyendo a los antiguos impuestos locales o alcabalas árabes del siglo XI. Muchos de sus puntos de ubicación son estratégicos, respondiendo a aquellos puestos o garitas de la policía limítrofe y aduanera, donde se cobraba a los forasteros unas determinadas tasas por los géneros que portaban para su venta. Durante la Guerra Civil se utilizaron de nuevo como puestos de control policial o militar, volviendo a adquirir su condición recaudatoria y de policía de consumo durante la etapa de la postguerra hasta los años 50-60.
Los primeros fielatos del Siglo de las Luces se ubicaban en los cascos de las capitales de provincias y en los puentes de acceso o las puertas de las murallas que rodeaban muchos de nuestros pueblos, como ocurría por ejemplo en Tarifa. Estos “Derechos de Puertas” no se podían eludir, fijándose en cada caseta unos cartelones con las tarifas a pagar por los distintos géneros y alimentos generales que se introducían en la ciudad, ya sea para consumo privado o para vender en el mercado de abastos o ventas ambulantes.

Caseta de Arbitrio Municipal o Fielato ubicado en la Puerta de Jerez. Tarifa
Por entonces los géneros se pagaban en maravedíes y en reales, siendo por lo general artículos de primera necesidad como leche, carnes, pescados, vinos, aceite, jabón, trigo, paños, carbón o frutas. También se gravaba el ganado bovino, lanar, caprino o porcino o productos de manufactura, entre otras mercancías. Con la llegada de las desamortizaciones, se generó un estado insostenible que hundió el comercio exterior y primó el mercadeo interior, alcanzando los arbitrios municipales mayor importancia como fuente de financiación de las arcas locales. A finales del siglo XIX, con la entrada en vigor del Reglamento para la administración y cobranza del Impuesto de Consumos de 30 de agosto de 1896, se fijaron tarifas generales, un sistema general de declaraciones, multas y sanciones penales. Dicho reglamento, al que deberían atender las diversas ordenanzas y reglamentos municipales, establecía una regulación unificadora a efectos del impuesto sobre consumos, determinando que “todos los términos municipales de la Península e islas adyacentes se considerarán divididos en tres zonas, a saber: Casco, radio y extrarradio”. El casco se entendía como “el conjunto de la población agrupada”, frente al radio, que era el espacio que existía entre los muros que limitan la ciudad o la última casa del casco hasta la distancia de 1.600 metros. Toda la distancia restante, entre los límites del radio y los confines del término municipal, formaba parte del llamado extrarradio.
Estos arbitrios, revisados anualmente por las ordenanzas municipales, estuvieron vigentes hasta los años 60, al calor de la Administración Periférica y los viejos usos y costumbres. Como recoge el Diccionario de la Administración Española Peninsular y Ultramarina del jurista Marcelo Martínez Alcubilla (1869), las casetas o estaciones sanitarias tenían un modelo de construcción determinado, debiendo permanecer abiertas siempre, desde la salida hasta la puesta del sol, pudiendo los Ayuntamientos prorrogar dos horas el cierre por motivos excepcionales, como la época de recolección de frutos, donde había más actividad comercial y consumista. Además para evitar fraudes, cualquier comerciante o trajinero que llegase durante la noche e hiciese parada en los radios, no serían inquietados ( multados ), siempre y cuando dieran aviso verbal o por escrito a los vigilantes administrativos, o en su defecto a la autoridad municipal. Se intentaba siempre controlar el comercio local, evitando el fraude o el contrabando de mercancías como el tabaco, alcohol o el café, estando exentos del pago de arbitrios de consumo, el carbón vegetal, el cok y la leña con destino a la industria; los cereales, granos y legumbres secas, destinadas a la siembra; los aceites medicinales; los olorosos objetos del comercio de perfumería ó los alcoholes y aguardientes destinados al encabezamiento de los vinos y a la fabricación de licores y bebidas espirituosas. Los conductores de especies gravadas no tenían obligación de declarar la cantidad ni la clase precisa de mercancías que portaban, ya que ello era función propia de los empleados del fielato, aunque se consideraba punible la declaración negativa reiterada y falsa o cuando los comerciantes ocultaban género de forma artificiosa con la intención de defraudar o sustraerse al adeudo público.
La ubicación de las casetas de consumos o fielatos venía determinada por cada Consistorio, pudiendo existir fielatos exteriores o interiores, permanentes o provisionales. Donde no existían ?elatos exteriores, cada Ayuntamiento debía establecer uno o más interiores, cuya recaudación se llevaba a cabo de forma directa o indirecta a través de arrendatarios. Para atender a la contabilidad y hacienda local, cada fielato disponía de unos libros de recaudación de los días pares e impares, así como unos impresos de cédulas de adeudo, de tránsito por casco o radio urbano y para las especies en depósito. Tenían igualmente que colgar a la vista pública las tarifas del impuesto de consumos, arbitrios especiales, la autorización oficial del administrador de la Hacienda provincial y un ejemplar del Reglamento regulador del impuesto para su consulta.
El vestigio de una sociedad localista y de salvoconductos, cartillas de racionamiento y economía de subsistencia toma cuerpo en las caducas casetas de arbitrios municipales, de una España deprimida de posguerra, necesitada de reconstrucción y obras públicas tras el conflicto bélico. Con el trascurrir de los años, los fielatos y las costumbres rurales fueron desapareciendo, dejando paso a una economía que despegaba, alentada por la creciente apertura hacia el exterior y la aprobación de nuevas leyes y estructuras administrativas. Hoy son un eco lejano, desconocido para la gran mayoría. Los derechos de consumo que gravaban aquellos improvisados puestos locales se mantienen y hoy gozan de una prolija y amplia normativa garantista, pero aquellas casetas de consumos se fueron perdiendo como edificación con el devenir de los años. Últimamente existen diversas iniciativas locales para conservar los puestos aún existentes, incluso rehabilitándolos para el turismo, como ocurre en las regiones del norte, donde se están destinando al turismo rural o como lugar de parada obligada de peregrinos en la ruta del Camino de Santiago.
Aún así, la gran mayoría no existen, son un recuerdo de ruinas abandonadas a la vera de caminos y carreteras, a la salida de pueblos por los que ya no transitan caballerías ni comerciantes, por los que ya nadie pasa.







