Juguetes que sobran, infancias que faltan

 
Hay casas donde los juguetes se desbordan como un río sin cauce.
Muñecas con ojos vacíos, coches que jamás escucharon una carcajada, montañas de plástico que solo sirven para demostrar que puedo comprar más que tú.
Infancias sepultadas bajo el ruido del consumismo, donde los padres confunden amor con facturas y cariño con compras compulsivas.
Y al otro lado ,no en otro planeta, no en otra galaxia, aquí mismo, a dos calles, o en el mismo piso, hay niños que sostienen la vida con las manos vacías.
Ni siquiera piden un castillo, ni una consola, ni un juguete de moda.
Sueñan con un simple balón, con una muñeca que abrace sus noches, con sentir aunque sea un momento que también ellos merecen un pedacito de ilusión.
El contraste es obsceno.
Un insulto silencioso.
Una bofetada que damos sin mirar a quien golpea.
Porque mientras algunos padres compran para presumir, para callar culpas, para alimentar un ego que no juega ni ríe, otros padres esconden su vergüenza en una sonrisa rota,
deseando poder regalar algo más que un “ojalá pudiera”.
El mundo se ha llenado de juguetes inútiles mientras se vacía de justicia.
Y es cruel, terriblemente cruel, que sobren cosas mientras faltan infancias enteras.
Quizás este año deberíamos recordar, con la mano en el pecho, que un niño no necesita un cuarto lleno, sino un corazón acompañado.
Y que no hay mayor pobreza que crecer sabiendo que tu ilusión vale menos porque naciste con menos.
Porque los juguetes se rompen, se olvidan, se pierden.
Pero el sentimiento de ser tratado como invisible…
ese marca para siempre.
Porque los juguetes se rompen, se olvidan, se tiran…
pero un niño que crece sintiéndose menos, eso no se arregla con nada.
Por eso, quizá este año, antes de comprar sin mirar, podríamos detenernos un segundo
y pensar en esos pequeños que sueñan con tan poco.
Quizá podríamos tender una mano,
encender una luz en alguna esquina fría, regalar un gesto que devuelva dignidad.
Porque cuando un niño recibe su primer juguete, no es eso lo que abraza: es la certeza de que su vida importa, de que alguien lo vio, lo pensó, lo quiso.
Y al final, eso es lo que de verdad sostiene el mundo: no los regalos,
sino la humanidad que ponemos en ellos. Que ningún niño vuelva a dormirse creyendo que su ilusión vale menos que la de los demás.
Eso sí sería un verdadero milagro de Navidad.

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