La Iglesia nació para estar al lado de los pobres, no al abrigo del poder. Nació para consolar al que sufre, no para dictar consignas desde salones alfombrados. Por eso indigna escuchar al presidente de la Conferencia Episcopal hablar como portavoz político y no como pastor. No suena a Evangelio, suena a trinchera.
Porque hay que decirlo claro, aunque moleste: hoy gran parte de la jerarquía eclesiástica actúa como la derecha disfrazada de sotana. Un conservadurismo rancio envuelto en incienso, que habla de moral mientras protege privilegios, que invoca a Dios pero tiembla ante la pérdida de poder, influencia y dinero. No defienden la fe: defienden un orden social que siempre les ha favorecido.
Cuando la fe se usa como arma contra un gobierno y un presidente elegido democráticamente, deja de ser fe y pasa a ser ideología. Y cuando se bendicen discursos reaccionarios mientras se condena cualquier avance social, la cruz se convierte en escudo político. Eso no es cristianismo: es hipocresía organizada, con sello institucional.
El Gobierno debe ser criticado, sí. Pero la crítica ética no puede venir de una institución que calla ante la pobreza estructural, que mira hacia otro lado cuando hay desahucios, que baja la voz ante la desigualdad y la sube solo cuando siente amenazados sus dogmas y privilegios. Esa selectividad moral no es casual: es ideológica, interesada y profundamente clasista.
Cristo no defendía fronteras, ni mercados, ni privilegios fiscales. No hablaba de tradición para justificar desigualdades ni para señalar cuerpos ajenos. Se sentaba con los excluidos, incomodaba al poder y ponía patas arriba a los mercaderes del templo. Hoy, esos mercaderes llevan mitra, gestionan patrimonio y dictan sermones con olor a despacho ministerial de otra época.
Cuando los obispos se alinean con la derecha política, Dios abandona los altares y se queda en la calle, con los que no cuentan, con los que no votan bien, con los que no interesan. Y cuando la política se disfraza de moral religiosa, la democracia se contamina y la fe se prostituye.
La Iglesia no debería ser oposición política ni brazo ideológico de nadie. Debería ser conciencia.
Pero una conciencia arrodillada ante el poder no ilumina: señala, culpa y excluye. No acompaña, controla. No ama, juzga.
Y quizá el mayor pecado de esta Iglesia no sea lo que dice…
sino a quién sirve realmente cuando habla.
Porque cuando Dios se usa para proteger a la derecha, deja de ser Dios y pasa a ser excusa.
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