Al pasar este año la procesión del Medinaceli y la Virgen de la Paz por delante de mi casa barreña en calle Ancha, en una noche de primavera aún sin la anunciada presencia de lluvia, fue inevitable asomarme con mi esposa a la puerta para ver pasar el cortejo penitencial con ambas imágenes religiosas. Mientras lo observaba, en mi pensamiento bullían multitud de recuerdos vividos en Semana Santa, desde mi niñez hasta la actualidad, que formaban parte casi olvidada de mi memoria personal o de mis investigaciones históricas sobre Los Barrios.
En primer lugar por lo reciente, vino a mi memoria un emotivo acto del pasado viernes 11 de abril, donde en la coqueta sala abovedada de la popular Casa de los Gómez Pecino o de los Urrutia, se proyectó un vídeo titulado “Mirando al cielo”, realizado por mi sobrino Raúl Álvarez y Ángeles García, al que tuvimos oportunidad de asistir con algunos de sus familiares y cuyo tema estaba centrado en la triste Semana Santa del pasado año 2024, tan lluviosa los cuatro días que debían procesionar las cofradías o hermandades religiosas locales con sus respectivos titulares, que ninguna pudo realizar su recorrido por las calles barreñas.
Después fue algo inevitable el fluir por mi memoria remotas imágenes casi olvidadas de la Semana Santa local. Alguna tan curiosa como esperar de niño en la Plaza de la Iglesia la salida de Paco Bailón, de penitente sin capirote, descalzo y con cadenas en los pies, llevando una pesada cruz para cumplir su promesa juvenil por conseguir regresar con vida desde las lejanas tierras rusas por su insólita participación en la aventura militar de la División Azul.
O aquel atronador recuerdo del sonido de la matraca parroquial, que algunos recordarán todavía, consistente en un alargado artefacto o cajón de madera que en su parte superior tenía un cilindro estrellado que, al girar con una manivela, accionaba el golpeteo continuo y seco de una tabla interior, que producía un estruendo mortecino, para así avisar desde la puerta de la Iglesia a los fieles que debían acudir a los oficios del Viernes Santos, cuando ese día no tocaban las campanas, según se decía por respeto a la propia muerte de Cristo.
Incluso en alguna ocasión de mi infancia tuve cierto interés por vestirme de penitente como muchos niños del pueblo. Al menos una vez con la túnica del Cristo de la Buena Muerte que me prestó de sus hijos Lupe Machado. Otra vez con la túnica de la Virgen de los Dolores, que también me prestó Juana Valiente, la madre de mi inolvidable amigo Miguel Ramírez.
Incluso siendo acólito (así llamaban los sacerdotes José Viso y José Luis Sibón a los estudiantes barreños que consiguieron integrar como sustitutos de los antiguos monaguillos para ayudarles en las ceremonias y actividades parroquiales), permanece indeleble en mi memoria una misa de un Sábado de Resurrección, con la “rotura” del velo de Semana Santa. Una costumbre local que quizá no debió desaparecer, pues aparte de su significado religioso, ahora supondría una singularidad contemplar tan antigua y peculiar costumbre.
Fue con motivo de una vistosa rotura de aquel enorme velo de tela negra, que cubría por completo el presbiterio y altar mayor en Semana Santa, con toda la Iglesia a oscura, salvo la luz de algunas velas…Y de súbito el velo se abrió y se elevó, plegándose hasta los balcones laterales, acompañado de un gran repique de campanas y campanillas, cánticos y música del antiguo armónium, mientras la luz eléctrica inundó de claridad el templo y mostró el altar mayor en su plenitud con todos los sacerdotes y acólitos presentes en esa ceremonia religiosa.
Aquel inolvidable acto, contó además con la presencia de la duquesa de Lerma y su marido el marqués de Larios, con su familia, procedentes de su mansión temporal en el Monte de la Torre, quienes al terminar acudieron a la sacristía para saludar y felicitar al párroco, elogiando José Larios la impresionante “puesta en escena” presenciada, cuyas palabras y elogios oí de cerca, porque fui testigo directo como tal acólito en mi adolescencia.
También recuerdo más tarde, cuando con otros jóvenes barreños portamos un paso o trono de medianas dimensiones, que alguien entonces denominó Monte Calvario, con las imágenes pequeñas de un Cristo Crucificado y una Virgen Dolorosa, que serían de la antigua ermita de San Isidro, que después de una historia desafortunada y de ruinas para sus poseedores, tras un azaroso suceso casi milagroso, el último de ellos decidió devolver ambas imágenes a la Parroquia de Los Barrios, como podría describir con más detalles en otra menudencia.
Tampoco puedo olvidar aquellos años juveniles de insumisa rebeldía a la norma municipal que impedía correr toros por las calles del pueblo con motivo de la Resurrección de Cristo, que antes se celebraba por la mañana del Sábado de Resurrección, pero en mis tiempos ya se hacía por la noche del mismo día. Propiciando así, con la oscuridad y casi impunidad de la noche, que muchos jóvenes desafiando tal prohibición, corrían por las calles del pueblo a falta de toros, vacas palurdas. Alguna vez hasta en la mañana del siguiente Domingo de Gloria.
Luego me distancié de Los Barrios por mi traslado a Málaga y se diluyó mi devoción religiosa por la Semana Santa local como un lejano recuerdo infantil y juvenil. Pero años más tarde, como incipiente historiador local y luego cronista oficial, de nuevo tendría oportunidad de escribir sobre la misma. Ya no desde un sentimiento religioso, sino completamente laico, pero aún interesado por nuestras antiguas tradiciones locales, como así consta en varios trabajos míos sobre la historia local, que aquí evito mencionar por estar ya publicados, aunque si alguna vez fuese oportuno, los podría volver a comentar con más detalles.
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