El señor Romero se pensaba que con su victoria en las elecciones y su toma de posesión como alcalde, después de ocho años muy sufridos en la oposición, podría hacer y deshacer a su antojo. Sobre todo, deshacer, que es lo único que ha hecho, hasta la fecha. Y no está defraudando a nadie en ese sentido, justo es que se lo reconozcamos. El hombre está siendo contumaz y testarudamente coherente consigo mismo y, por supuesto, actuando en conciencia, más bien poca, muy poca, pero en conciencia.
Ahora, eso sí, que se vaya ateniendo a los efectos, consecuencias e implicaciones por lo hasta ahora realizado y dejado de realizar en el ejercicio del cargo. Que se vaya amarrando los machos ?como diría un buen amigo? y, de paso, el cinto, para que no se le caigan los pantalones. Porque la que le puede venir encima es menuda.
Cada uno tiene lo que se merece, que es lo mismo que decir que cada uno ?cito a Lincoln? es tan feliz como se propone, y su caso ?el caso del señor Romero? no podía ser una excepción.
Puede que el muchacho haya sorprendido a mucha gente, sobre todo entre la que le votó, a mí no, desde luego. Y no porque yo sea muy listo, que no lo soy, qué más quisiera, sino porque, de cuando en cuando, también yo gozo de mis momentos de lucidez.
No voy a decir que siempre ?eso sólo ocurre en las pelis y no en todas?, pero casi siempre, el que la hace la paga. O aquello que cantaba Serrat, la vida te pasa factura… y ¡ay de ti! ?esto lo digo yo? si no te la pasa.
El figura ?no hay que olvidar que en otro tiempo ya lejano aspiró a ser torero? se creía que el acceso a la alcaldía le otorgaba automáticamente derecho a hacer todo aquello que le saliera de sus partes saltándose las formas y los procedimientos . Se cuenta incluso que el día que salió al centro del ruedo en la Plaza de la Iglesia a “torear” a los trabajadores posteriormente despedidos sólo le faltó echarse mano a las mismas (las partes) haciendo alarde de su ya conocida chulería.
Suponía el maestro que eso de la legalidad era sólo para los demás, para los alcaldes que le precedieron, y que no iba con él, pero se equivocaba. El desconocimiento de la ley no exime de cumplirla y el creerse por encima de ella tampoco.
Ni todo el monte es orégano, ni hay patente de corso que valga.
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