De la profesión periodística, por J. A. Ortega


 

La FAPE (Federación de Asociaciones de la Prensa de España), como ya es sabido, ha publicado y difundido un manifiesto al que en estos últimos días se han ido adhiriendo los ayuntamientos del Campo de Gibraltar, el último, el de Los Barrios, el pasado lunes. La proclama del mismo reza: “Sin periodistas no hay democracia”. Y su objetivo, hacer una encendida defensa de la profesión periodística, llamando la atención sobre la relevancia que el periodismo tiene en una sociedad democrática y plural y el peligro que el oficio de periodista corre en estos tiempos.

El despido de miles de compañeros de profesión que han ido a engrosar las listas de parados y el cierre de numerosos medios ha sido quizá el detonante de esta reacción profesional contra el deterioro y el desprestigio que el ejercicio de este trabajo viene sufriendo, pero no es, ni mucho menos, su principal causa. La crisis afecta a este gremio como ha afectado a otros muchos y se ha llevado a sus víctimas por delante.

Lo que quiero decir es que no es el económico el problema fundamental al que la profesión se enfrenta y es conveniente que insistamos en esto para que el común de la ciudadanía, que también las pasa canutas, no se confunda y termine diciéndonos algo así como: “¡Mira estos! ¿Y de lo nuestro qué?”

El problema es el desprestigio de la figura del periodista como tal y la devaluación que sufre la labor que realiza. No sólo por hallarse inmerso en un sector controvertido de actividad en el que, hasta la irrupción de Internet y los nuevos medios digitales, se venía dando una concentración cada vez mayor de la producción, selección y la distribución de la información en unos pocos grupos de presión que representan una determinada ideología y unos determinados intereses. Ni porque se haya hecho realidad, salvo alguna que otra excepción, aquello de lo que advirtiera Mcluhan (“El medio es el mensaje”). Sino por la devaluación o pérdida de importancia de la información como información en sí misma. ?tal como sucede con el conocimiento por el conocimiento en sí mismo?, y más aún si carece de utilidad para un determinado fin político o económico inmediato. Algo que es consecuencia en parte de la inflación informativa en la que vivimos inmersos en esta sociedad nuestra que bien podría llamarse de la desinformación.

El exceso de información que hoy nos invade ?más de la que los seres humanos somos capaces de procesar? genera una especie de colapso cognitivo y entorpece nuestra facultad para discernir como quisiéramos. Y es que la cantidad rara vez es compatible con la calidad.

Más mal que bien, más bien que mal, hoy todo el mundo escribe y todo el mundo opina, gracias a la democratización y extensión del acceso a la educación, de manera que no es esta ya una actividad reservada a una determinada casta de individuos formados e instruidos expresamente para ello. Aunque esto, curiosamente, haya redundado en una mayor diversidad de opinión más aparente que real

Luego están los males consabidos, y de los que el citado manifiesto se hace eco: la manipulación, tanto desde poderes públicos como privados, la supeditación de la ética a la dictadura de las audiencias, por aquello de que el periodismo es un negocio como otro cualquiera, etcétera. Que no vienen sino a agravar lo que antes apuntaba: la conversión de la información en una mera mercancía fungible o de consumo sin más.

Y, cómo no, la confusión reinante a veces, incluso entre muchos profesionales, en torno a los tres valores claves en torno a los cuales gira, o debería girar, el ejercicio de este oficio: objetividad, imparcialidad y veracidad, honestidad intelectual aparte.

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