Rafael Fenoy Rico | Secretario de Comunicación Educación de la Confederación General del Trabajo (CGT)
El progreso de la humanidad es un objetivo encomiable. No han faltado en la historia quienes glosaran sobre este asunto. Millones de discursos, y no se peca de exageración, escritos y hablados, dan prueba de ello. Y siempre el destinatario de los mismos son los seres humanos, a los que individualmente se les anima a colaborar.
La Real Academia Española de la Lengua la define como el “Deseo ardiente de conseguir poder, riquezas, dignidades o fama”. Procede de un verbo ambire (ir por uno y otro lado, ir alrededor), compuesto del prefijo amb- (por uno y otro lado, idea de abarcar) y el verbo ire (ir). Podría relacionarse con la fuerza para la búsqueda de algo, yendo de un lado u otro, merodeando, para conseguir algo. No es un deseo pasivo, sino muy activo y todos los “objetivos” de ese deseo, han venido siendo relacionados con una determinada tipología de personas. De hecho cuando evocamos los conceptos “poder, riquezas, dignidades o fama”, suelen aflorar en nuestras mentes imágenes de personajes que han sido ambiciosos. Es raro no obstante que atribuyamos ambición a personas dignas de consideración por lo que hicieron en bien de la humanidad, aunque no corrieran al hacerlo tras el “poder, riquezas, dignidades o fama”. Ejemplos como Francisco de Asís, Fermín Salvochea, Rigoberta Menchú, León Tolstoi, Paulo Freire, Emma Goldman, Martin Luther King, Gandhi… no entrarían fácilmente en la categoría de personas ambiciosas. Sin embargo todas ellas y muchas más, que buscaron el bien de sus semejantes, ambicionaron conseguirlo.
La palabra ambición puede circunscribirse al ámbito del deseo ardiente de conseguir para sí, poderes, riquezas, dignidades o fama; o referenciarse al espacio del progreso de la humanidad. Y es posible que las personas mirando para sí, sin dejar de mirar a los otros, hagan no sólo posible, sino necesario, el enfatizar esta manera social de ser ambiciosas. Cuando se asume que la suerte de cada cual está íntimamente unidad a la de quienes le rodean, surge la ambición de progreso social, el único que puede discurrir serenamente haciendo posible la amalgama entre el bienestar personal y social. Mientras divididas las personas no perciban la fuerza del conjunto, cada cual ambicionará salvarse a solas, aunque en esa briega, deje en la cuneta a otras. En ese ¡Sálvese el que pueda!, perece estamos instalados y precisamente esa manera de concebir la vida es nuestra ruina. Ambicionar el bien común es la única garantía de progreso, ya que la suma de ambiciones individuales, que sólo miran para sí, nos está llevando a una hecatombe.
Aplicado a los pactos es fácil distinguir ante qué ambiciosos nos encontramos: los que desean ardientemente el sillón, o los que pretenden que se desarrolle el programa de progreso que ofrecieron a la ciudadanía.
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