Ángela Castillo, con tizne desde por la mañana

'Porque la pena tizna cuando estalla'. Miguel Hernández


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Gely Ariza: arizagely@gmail.com

La carbonera no dejaba de asomarse a la puerta, nada encorvada, sin achaques de salud, sin medias y con unos zapatos negros, bajos y cómodos pero inseguros para los golpes de los leños en invierno o verano. Eran lo más parecido a unas alpargatas. La tizne por el hollín todo lo invadía y, aunque se engañara con el constante encalijo de las paredes, volvía la negrura. Siempre estaba alerta. En cualquier momento podía llegar, de nuevo la pena negra, que es mucho más oscura que la que dejan los tizones.

Era Ángela Castillo Gómez, la vendedora de carbón y picón de la calle Luna 11 y 13, cerca de la calle Postas, en Los Barrios, en Cádiz. Su casa estaba junto a la carbonería. Vestía con una bata azul sobre su ropa negra. Las telas en la posguerra eran escasas, ásperas, recias, de mala calidad y los cortes eran serios como hábitos. Cubriendo la cabeza, sobre las orejas, se colocaba un pañuelo con nudos en los picos, algo más grande del que se usaba de bolsillo. Este atuendo lo mantuvo toda su vida. Quienes la recuerdan me cuentan que siempre vivió sola y es que fueron muchos más los años como viuda que emparejada. Su marido, de familia de arrieros, fue Blas Aguilera Carrasco, hijo de Mariano y de María. Fue inscrito su nacimiento en Ubrique de las Petacas, pueblo serrano de Cádiz. No consta documento de matrimonio con Ángela. Su relación de pareja fue difícil.

Ángela Juliana Castillo Gómez, que así se inscribió en el registro, era la tía Ninichi para muchos de sus sobrinos. Sus padres se llamaban Pedro Castillo Palomino y María Gómez García. La hora de su nacimiento fue ya de noche, a la oscurecida, a las diez, el 18 de septiembre de 1900, entre candiles, y el 14 de octubre se bautizó donde nació, en la misma iglesia en la que sus padres se habían casado en 1881, en la de San Isidro. Sus abuelos paternos eran Pedro Castillo y María Palomino, y los maternos, Francisco Gómez y Josefa García. No sabía mucho de leer y escribir porque en la escuela no estuvo apenas. Se dedicó, siendo niña, a las tareas de la casa y a aprender costura con las hijas de Ana la de Grazalema, las de la posada de la calle Postas donde, los que iban de paso, en los primeros tiempos, dormían encima de la paja. Eran momentos de infancia para estar con las amigas: con Anita la Arriera, que después sería su cuñada; con Francisca Gil, que se casó con su hermano Pepe; con Antonia el Sol, que luego vendería objetos de barro en la esquina de la calle Alta con Herrería; y con Pepa Acosta, cuya tía que se llamaba igual que la sobrina, fue la mujer durante años de su hermano Paco.  

Cuando Ángela nació, Los Barrios, en el Campo de Gibraltar, era un municipio como los de la gran mayoría de Andalucía, que buscaba sobrevivir día por día, tras la gran crisis económica y política en el país, con una Primera República acabada y abatida por las pérdidas coloniales y una economía sin iniciativa industrial. Con la guerra civil y la posguerra se derrumbó la economía. Salvar las dificultades de obtener productos básicos fue un reto diario para sobrevivir, mezcla de racionamiento y estraperlo, únicas formas de atender las necesidades básicas familiares para personas de bajos recursos, tanto hombres como mujeres de cualquier edad que no gozaban de privilegios del régimen. En la década de los cincuenta y siguientes, se conoció un aumento considerable de los bienes de subsistencia. Ángela conoció, por tanto, un siglo XX marcado por las guerras: la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil, la Segunda Guerra Mundial y hasta la de Vietnam.

Llegaría a pensar que se vive con las guerras o con el horror de lo que queda de ellas. Ángela intentó superar la dureza de la vida con hijos, pero enfermaban pequeños y así fue como de cinco solo le sobrevivió Miguel, el aguaor, que nació un 20 de enero de 1930 a las cinco de la madrugada, muy cerquita del amanecer. Con seis años le pilló la guerra y los dolores en casa de los que huían, apresaban, se alistaban, se exiliaban, se suicidaban… En cuanto pudo, se dedicó a vender agua, que recogía en el arroyo de Matavacas y, en ocasiones, subía un poco más hasta el arroyo del Prior. Gustaba de traerle siempre a su madre agua buena para beber. Él sabía que con la del pozo ella se apañaba y no le faltaba, al terminar la tarde, para lavarse. Pero Miguel también se fue. Con dieciséis años, siendo un niño para Ángela, murió. Transportaba ocho cántaros repartidos en sus dos burros, bien atados y cerrados para no desperdiciar nada y cumplir llevando el agua a los clientes. Un 15 de agosto, fiesta de la Virgen, terminó pronto el reparto, se volvió al campo para hacer otro porte más y a las siete de la tarde con el calor tan grande que tenía, decidió bañarse al pasar por la zona del río Palmones, en el Puente Grande. No pudo salir vivo de ese baño. Iba con un amigo, que sobrevivió y pudo contarlo. Ángela, asomada en la calle Luna, en ese año de 1946, no volvió a ver más la sonrisa con la que siempre volvía Miguel o con la que le dijo que tenía novia y que se iba a comprometer o cuando por Navidad se presentaba con unos mantecados. Era la sonrisa que la había ayudado a esperar durante la guerra, y después, que no le hicieran cualquier interrogatorio. A los tres meses falleció Blas, el padre, con 58 años de edad, el 14 de noviembre de 1946, y un día después ofició su entierro el padre Natera como lo había hecho con su hijo en el verano.

Entró la noche en la casa y nos quedó el carbón

“Y por debajo de las puertas/entra la noche”, escribió Caballero Bonald. Ella ya no conoció más diversión ni se entretenía visitando a algún familiar o yendo a una tienda. Se podía comprender alguna ausencia laboral por algún festejo popular o religioso, que abundaban, pero no fue así. Nadie se percató de que Ángela Castillo nunca aparecía en fiesta, corrida, tómbola, procesión, misa o similar. Solo sabían que siempre estaba abierto el almacén del carbón. No podía cerrar puertas y ventanas de su casa; aunque sí cambiar los visillos por el color del luto y girar los cuadros sobre la pared. En la fecha de los difuntos se cubría con una toquilla negra de pico y pasaba la noche en el cementerio. El agua dejó de ser agua y se agarró a la tizne en el corazón y al carbón, al cisco, al picón como acompañantes de vida sabiendo que así, era necesaria para todos e independiente y eso la mantuvo en pie hasta el final.

La casa de Ángela olía a carbón, alhucema, romero o espliego y es que a las brasas se le arrimaban ambientadores naturales de los que embriagaban; olor añejo, a casa de pueblo y a abuelos, que perdimos cuando nos llegó la electricidad. Tanto en las casas de los más ricos como de los más pobres, las cocinas económicas funcionaron con carbón y leña hasta la llegada del butano. El carbón era un bien de primera necesidad y ella lo sabía. La publicidad, en los años sesenta, comenzó a invitarnos a tener hogares olvidados de los populares del sur de España con la carga de cisco, de picón o de carbón junto a la pared de la cocina. Conocer a través de la radio los que fallecieron por culpa de intoxicarse con los braseros también contribuyó a su abandono.

 En el entorno eran frecuentes las casas como la de Ángela, pequeñas, con patio y pozo, con ausencia de suelo enlosado, con una única distribución interior de los espacios destinados a dormitorio, comedor y cocina, carentes de retrete y de sistemas de ventilación e iluminación adecuados. La contigua a la vivienda, utilizada como almacén y venta, podía generar un grave problema de insalubridad y, por ello, la limpieza era para Ángela constante y diaria.

Cada mañana las vecinas o algún niño de la familia cogían un trozo de cartón o un soplillo de palma y abanicaban los restos de las brasas del día anterior con maestría para que los tizones arrancasen a arder. Eso sí, esas brasas se cuidaban para que duraran lo máximo posible y que cualquier pestuzo se difuminara. Si se podía conseguir un papel de los de envolver el chocolate, se le hacían tres agujeritos y se encendía mejor o se le echaba para prender, sin ahumar, un poquito de alcohol de quemar. Si humeaba es que había un tizón y con unas tenacillas había que sacarlo de inmediato. No se permitían despistes porque podía ser que alguna pavesa saltara del brasero al suelo o a algún mueble. Se colocaba la sarteneja con el picón y el cisco debajo de la mesa camilla y de pata a pata, se ataba un cordel tapado con las enaguas de la mesa estufa, en los días de lluvia o de mucha humedad, para que la ropa se secara. Más de una prenda salió ardiendo.

“Menea la copa a ver si calienta más” y era entonces cuando alguien podía agacharse, coger la paleta o el cucharón destinado a esa tarea y se movía lo justo para avivar y no apagar. A veces, se colocaba una alambrera, que era una tapadera en forma de huevo que protegía para que no se quemaran ni los niños ni las zapatillas de quien estuviera distraído. Ver crepitar el cisco y ver cómo enrojecía era un ejercicio de reposo y distracción. Era allí, un buen lugar para bañar a los niños y ponerles la muda limpia como cuando su Miguel era pequeño.

La comida más frecuente tras la guerra y los años del racionamiento de la posguerra, era el puchero. En la candela se iba haciendo lentamente durante la mañana, con la tapadera semiabierta mientras realizaban las otras faenas. En esas cocinas pasaban las mujeres la mayor parte del tiempo de su interminable jornada laboral. Allí se desayunaba, se almorzaba, se zurcía, se doblaba ropa, se barrían cenizas…

 Siendo muy mayor se compró Ángela una casa, algo más apartada de la carbonería y de sus vecinos, a la que nunca se fue, en la calle Calvario, donde colocó una cocina, una cama, un cuadro de la Santa Cena y algunos adornos o muñequitos como angelitos, velas, jirafitas o perritos que según nos dice Ana Mº García Sánchez, hija de su amiga Marina, aún conserva su madre como recuerdo. Y es que, cuando pasaba voceando algún vendedor callejero, como el chatarrero, que venía en bicicleta desde La Línea, le surtía de juguetes y cachivaches de los que tiraban en Gibraltar, como los memblis (canicas), indios de goma o trompos. Ángela compraba para chiquillos que le caían en gracia y otros los conservaba.

Con la tizne por oficio

Desde bien temprano organizaba lo que trajeran los arrieros. Llegaban con los mulos para que no faltara bien tan sustancial para la vida del pueblo. Ángela cogía fardos, ordenaba, pagaba, hacía cualquier reparación de la casa y encalaba. Hasta llegar a ese carbón le reconocemos mucho trabajo anterior.

El oficio de carbonero se aprendía en casa. Los mayores no permitían zangonear. Todos eran hombres, como ocurría con los arrieros o corcheros. Con nacer en una familia de carboneros trabajabas en el mismo rancho y heredabas el conocimiento de una ocupación que podía trabajarse en cualquier época del año. La temporada buena de carboneo iba de noviembre a marzo aprovechando la limpia y poda del monte y la roza del lentisco. Parece ser que el mejor carbón era el de acebuche. Los carboneros iban en cuadrillas, vestían ropas viejas, bastante estropeadas y con su navajita a mano para ayudarse con la comida en el campo, pan tostado por la mañana y, más tarde, sopa de tomate, garbanzos, tocino o algo de chacina… Había tiempo para recoger, sin buscar mucho, sino cerca de la vereda, unos espárragos, targarninas, cabrillas, caracoles, lo que hubiera según la época del año para llevar algo más a casa. Con lo que recaudaban se garantizaba el sustento diario del carbonero y de su familia. Cualquier compra o necesidad extraordinaria sería comprada a dita. Los diteros de la zona tenían en cuenta los momentos de la venta. El nivel económico y el respeto por su ocupación era similar a las demás profesiones del campo.

El picón se conseguía con pericia y paciencia. Los carboneros hacían una quema controlada de las ramas en una zona llamada piconera y al estar carbonizadas, apagadas y sin consumirse del todo, se podían volver a encender sin humo que tufara toda la casa. Las ascuas se removían hasta quedar negras. Luego se podría partir cualquier trozo sin emplear mucha fuerza. No hacía falta horno. Cuando se enfriaba, ya estaba listo para llevarlo a las casas de venta.

Preparar carbón era tarea diferente por necesitar leña más gorda que se apilaba y que había que quemar. Por la boca se prendía el horno y el humo salía por un hueco que hacía de chimenea. Se cubría con ramaje y, encima, tierra arcillosa apisonada que garantizaba la no combustión de la madera. El carbonero abría o cerraba el horno para ver que la combustión se iba haciendo lentamente hasta apagar cuando el carbón se hubiera hecho y no se quedara produciendo humo y ceniza.

De las construcciones que hacían los propios carboneros no quedan restos. Eran chozajos para el asiento temporal de las cuadrillas, pues algunos de ellos pasaban días sin llegar a su casa. A veces, no hacía falta si había vecinos o familiares en la zona porque hospedaban o les dejaban alguna casa. Todo el proceso desde la tala hasta la carga del carbón en los mulos podía llevarles un mes y medio o más.

Aún de noche, atendía

La carbonería era la manera de salir adelante por conocer el oficio en la familia. Las mujeres no asalariadas no se jubilaban y las que no tenían documento de matrimonio tampoco tenían pensión de viudedad. Siendo mujer Ángela no podía acompañar a sus hermanos con las bestias ni tampoco, por ejemplo, fumar tras la guerra. El tabaco estuvo racionado y solo podían retirarlo los hombres. Eran tiempos en los que se empezó a fumar más que nunca y los hombres gastaban su dinero en tabaco, la mayoría de estraperlo, y Ángela siempre lo supo. No había colillas en el suelo. Se las guardaban para dedicar el restillo al próximo cigarro. Así fue como Ángela comenzó en la carbonería a vender tabaco porque preguntaban si tenía y decidió añadirlo al negocio. Los liaba a mano, al principio, porque se le daba bien con sus dedos finos, e incluso llegó a comprar una máquina que le facilitaba la tarea. Con el tiempo, fue evolucionando la venta y disponía de cigarrillos Celtas largos, de moda en los cincuenta, de los que valían a seis pesetas la cajetilla y que ella vendía sueltos.

Había que estar siempre alerta a cualquier incendio ocasional. En una ocasión, en la casa de Ángela, ya después de fallecer su hijo, dormían allí esa noche dos sobrinas, hijas de su hermana Catalina, por darle compañía, y uno de los sacos de picón no estaba suficientemente seco. De noche, empezó a salir humo del almacén y a entrar por las rendijas de la casa donde dormían. Ángela, siempre en duermevela, llamó a las niñas para ponerlas a salvo e intentar apagar el fuego lo más rápido posible. Todos despertaron y las niñas fueron a avisar a su madre. De inmediato, se pusieron a sacar agua aligerando al máximo la carrucha del pozo que había en el patio y ayudados por los de alrededor no fue a mayores. Los vecinos de la calle vivieron todos en una gran armonía. Las mujeres tenían siempre abierta la agenda para los cuidados. Se recuerda a Ana la Visa, Marina, los cacereños, señor Rafael y señá Curra, la familia de Manuel el forestal, Águeda, María la Pata Gorda y su hermana Juana, Lela la que se fue a Alemania, Petra, La Moruna, Pepa Coño… En esa época estaba cerrado el horno de pan que fue la primera panadería de los Salazar. Cerca había otros negocios, fundamentalmente, de arreglos, muchos en las propias casas, de ropa, de medias, de zapatos. Siguieron cambios que fueron algo ajenos a la vida de Ángela, y es que, con el tiempo, se llegaría a ver los toros en el primer televisor del vecindario, en la casa de Marina, y también neveras y máquinas de lavar. Lo que no cambiaba era el ruido de los chiquillos jugando siempre cerca, a lata, china, salto la rana o a piola.

Ángela Castillo utilizaba unas estrategias de cálculo singulares que le permitían no tener errores. Trazaba círculos con una cruz dentro, círculos sin cruz dentro, cruces fuera de los círculos, trazos a los que ella llamaba palitos para dejar escritas sus cuentas. Desarrolló todo un estudio de aritmética sin aparecer por el banco. No dudaba en discutir con sus cuentas por delante. De noche, no se acostaba sin cuadrar y hacer paquetes de monedas con hilo negro. Muy temprano ya había clientela y, cuando venía gente de Algeciras porque les faltaba carbón, se hacían unas colas larguísimas. En los tiempos difíciles fueron muchas mujeres las que se dedicaron a esta labor como La Marcela, la Pachucha, Carmen la Limona, Curra la Visa, Leonor la del carbón… No estaba ella sola por los alrededores vendiendo picón. Pobre del que en las noches de frío no tuviera qué echar al brasero y no pudiera dejar meter los pies y cubrirse con la manta de la mesa estufa a todos los de la casa. Ellas lo sabían.

Se pesaba con la romana, esa máquina que siempre colgaba en la pared, a base de poleas y palancas. Cierto es que todas medían por cuartillos, que era una medida de volumen, y para ello se colocaba lo que se fuera a medir en las cajas de madera que tenían una dimensión de 20 x 8,5cm. El cuartillo era la cuarta parte de un celemín, una medida agraria para cereales y semillas que se utilizaba en España antes de que el sistema métrico decimal fuese obligatorio. Se volcaba el picón en el cuartillo y sacándolo colmado se nivelaba con un palo para quitarle el sobrante. “Dice mi madre que me eche usted un cuartillo y medio de picón con añadío.” Los niños volvían cargados a las casas, más si habían tenido que recoger de la tienda de la esquina, en lo de Manzano o en lo de Conde, unas sardinas arenques o el vino de Chiclana para el padre recién llegado del campo o de la obra, ya al atardecer, cuando habían dado de mano.

Si alguien no podía pagar quedaba apuntado en la libreta, como los diteros, y Ángela decía: “no voy a dejar a tu madre sin cocinar que es buena pagadora”, y quedaba registrada. También a los chiquillos que por allí merodeaban si le iban a por una leche condensada, la mantequilla de la cigüeña o los mandaos que hiciesen falta, luego les daba su propinilla. A alguno si era más mayor le daba para ir al cine.

Emilio Martínez Medina, el Gorila, era uno de los niños que pasaba por la carbonería, colocaba bien alguna espuerta y también gustaba de dar compañía a Ángela. Su madre, Dolores la Justa, luego le regañaba por venir tiznado y con la ropa manchada. Tener que ir al río, a la zona de la Angostura a lavar luego la ropa con las vecinas Juana la Justa, la Melchora, Ana Bocacha, la de Galán, no era tarea sencilla con el petate en la cabeza mientras los niños se bañaban. Y es que, si iba a la carbonería, salía tiznado, aunque solo fuera por el beso que le daba Ángela y con los dos tiznones que le hacía en los cachetes. Estaba claro que no había ido a jugar a la pelota al barrio del Cisco.

El silencio también oscurecía

La casa número 11 era donde Ángela vivía y el 13 fue el local donde solicitó licencia de apertura el 5 de julio de 1963 después de años de negocio abierto, y la licencia se aprueba con el informe de sanidad de Cristóbal Infante, el médico, y con la firma del alcalde José Mañas Góngora. Tras la solicitud de la licencia de apertura comenzó a pensar que el negocio se iría terminando. El impuesto por la apertura que abonó de inmediato fue de 156 pesetas. Previamente en el IBI del año 60 ya consta la vivienda en el mismo lugar a nombre de Angela. Había tardado muchos años en solicitar la apertura de su negocio. Los miedos de la época resguardaron las sangrías familiares con desvelos y silencios. Pocos saben que en Los Barrios dos hermanos de Ángela la del carbón participaron en la política municipal al constituirse el Ayuntamiento Republicano. Eran José Castillo Gómez, arriero, y Francisco Castillo Gómez, comerciante. Fueron alcalde y concejal, respectivamente. El alcalde, conocido como Pepe Castillo, nació el 11 de marzo a las dos de la tarde de 1892. Se le puso por nombre José Mª Eulogio del Sagrado Corazón de Jesús y fueron sus padrinos Eugenio Blanco y su mujer María Medina. Ofició el bautizo el Párroco José Sánchez Valverde. Se casó con Francisca Gil Ortiz, el 10 de octubre de 1918.

De su hermano Paco sabemos que fue concejal durante los años que su hermano estuvo al frente de la alcaldía, que en los primeros días del levantamiento marchó a Cucarrete y de allí, al no estar construida la actual presa, con una lanchilla, siguió el río Las Cañas, que era navegable y llegó a Gibraltar donde los portuarios, en un primer momento, recibían a los que así llegaban. Se había dedicado durante mucho tiempo a la compra y venta en una tienda haciendo esquina en la calle de La Reina, cerca del Pósito y no se lo pensó dos veces. Con los años, puso una tienda en la calle Real. Un tiempo de su vida vivió en Tánger con su sobrina. La mujer de Paco era muy conocida en Los Barrios y muy comprometida políticamente, Pepa Acosta, y le acompañó, también al principio del exilio en Gibraltar, aunque después ella se volvería a Los Barrios.

De su hermana Pepita, que estaba muy unida a Ángela, sabemos que se casó, que marchó joven para Ceuta a trabajar y que no volvió. Su hermana Catalina, buena costurera, se casó con Pepe Rojas, que fue a la guerra de Cuba, vivió cerca, tuvo once hijos, de los cuales Pepe, Pedro y María fueron duramente represaliados y hasta se negó al reclutamiento de otro hijo por las fuerzas nacionales. Su casa, durante la guerra y primeros años de la posguerra, fue cobijo para muchos.

Pepe Castillo, el alcalde, y su mujer Francisca Gil, tuvieron siete hijos y les vivieron seis: María, Antonio, Mercedes, Ángeles, Pedro y Pepito. Los varones aprendieron el oficio de arriero, carboneaban o descorchaban, siempre atendiendo a burros y mulos cuyas cuadras, que hacían de descansadero, estaban junto a la vivienda de la calle Perdón, paralela a la calle de Ángela. También durante tiempo vivieron del estraperlo con café, medias de cristal, azúcar, tabaco de picadura, pan blanco de ‘lata’, mantequilla, mecheros que llevaban a la zona de Alcalá, con la amenaza permanente de las autoridades, que a veces les toleraban y otras veces multaban o detenían.

Ninguno de los hijos de Pepe Castillo participó en acciones políticas, ni los nietos tienen conocimiento de las de su abuelo y de otros miembros de la familia. Su nieta María del Mar, desde Barcelona, me ha informado que María se casó joven con un militar y se fue a vivir a Tánger. Luego viajaron a Barcelona, abrieron la panadería y tuvieron dos hijos. Antonio compraba y vendía animales y realizaba trabajos relacionados con el campo, al igual que su cuñado José y su hermano Pedro. Se casó con Lucía y tuvieron cinco hijos. Mercedes se casó con José y tuvieron dos hijas. Ángeles enviudó joven, abrió una tienda en San Roque y tuvo dos hijos, al igual que Pedro que tuvo otros dos. José María o Pepito, como le llamaban, no era muy amante de los trabajos del campo y se fue para Barcelona con la tía María que allí estaba ya situada. Entró a trabajar en la Seat hasta jubilarse. Las tareas del campo no le agradaban y tampoco la alternativa de trabajar en el café Grande con sus primos o con el estraperlo. Tuvo dos hijas con Juana Guerrero García. La familia de Juana marchó también para Barcelona donde se instalaron en un edificio y en el bajo fue donde estaba la panadería.

Deseo trasladar a sus nietos y bisnietos algunas de las actuaciones que protagonizó José Castillo Gómez, alcalde republicano, que remodelaron la política del municipio. El izado de la bandera republicana fue momento de entusiasmo para muchos vecinos masones y no masones, que lo llevaban debatiendo en las tertulias del café Grande desde hacía años mientras otros cerraron sus casas a cal y canto. Pocos defendían que el Rey iba a salir de esa manera tan inmediata de España, pero así fue. Los monárquicos del equipo de gobierno del Ayuntamiento no preveían que dejarían sus cargos y los republicanos elegidos no podían creerse que formarían parte de los equipos de gobierno. La mayoría de estos últimos se enfrentarían a juicios como perdedores de la guerra por el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo.

Según las actas plenarias, el censo de 1930 en Los Barrios, ascendía a 6. 989 habitantes por lo que se distribuyó la población votante para las elecciones de abril de 1931 en tres distritos electorales. Tras las elecciones se constituye una comisión gestora con un representante de cada distrito. José Castillo Gómez del partido Juventud Republicana fue representante por el distrito Centro. Este partido agrupaba a jóvenes de tendencias republicanas existentes en aquel tiempo en Los Barrios, tal y como se refleja en el manuscrito autobiográfico del concejal José Marín Jorge. Más tarde, se vincularon al Partido Republicano Radical Demócrata y, posteriormente, pasarían a formar parte de Unión Republicana, cuyo líder era el sevillano Diego Martínez Barrio, político muy popular en la época que se inició en la política como concejal en el ayuntamiento de Sevilla y llegó a ser presidente del Gobierno.

El 5 de junio de 1931, celebradas elecciones de concejales, tras anularse las del 12 de abril, se constituyó definitivamente el ayuntamiento de Los Barrios en la forma siguiente: Alcalde Presidente, D. Benito Muñoz Medina y como Tenientes de Alcalde, D. José Marín Jorge, D. José Castillo Gómez y D. José Fernández Clavijo además de síndicos y regidores. En noviembre dimitió Marín Jorge y en abril, Benito Muñoz Medina. Al finalizar el ejercicio de 1932 estaba constituido el Ayuntamiento de la siguiente forma: Alcalde Presidente, José Castillo Gómez y su hermano, Francisco, se mantendría como regidor.

Desde el 16 de abril al 31 de diciembre celebraron 39 sesiones ordinarias y siete extraordinarias además de algunas comisiones específicas. Las siguientes actuaciones que relaciono se han extraído de la Memoria aprobada por unanimidad en el 4 de mayo del 33 que se custodia en el Archivo Municipal y que fue aprobada su impresión y distribución:

  • Variaciones en el nombre de las calles
  • Numeración con losetas vidriadas.
  • Escuelas: creación de dos escuelas de niños, una de ellas mixta en La Polvorilla y una tercera en local municipal.
  • Inscripción de las fincas rústicas municipales no registradas, tanto dehesas como edificios, con un valor total de un millón doscientas noventa y tres mil veinticinco pesetas.
  • Deslinde y amojonamiento de las vías pecuarias ya sean cañadas, coladas y veredas.
  • Creación del cuerpo de guardas rurales.
  • Municipalización del servicio de enterramientos y creación de sala de autopsias en el cementerio.
  • Mejoras en el cuartel hasta poderse construir el proyectado, en las oficinas municipales, en la evacuación de las aguas residuales y hormigonado de calles principales.
  • Mejoras en la beneficencia: medicinas, leche, socorros…
  • Explotación de los montes propios y aprovechamiento de los productos leñosos para el carboneo sin intermediarios.
  • Atención al paro obrero con las obras públicas y comidas servidas.
  • Intensificación de cultivos, en arrendamientos colectivos.
  • Se pusieron en marcha las siguientes entidades de carácter municipal: Junta Local de Fomento Pecuario, Comisión Gestora de la Bolsa de Trabajo, Comisión de Policía Rural y Junta Municipal de Sanidad.

Según las actas de pleno aparecen decisiones que están muy relacionadas con hechos trascendentales en la política del Estado. De hecho, la fiesta local quedó aprobada para el 14 de diciembre en recuerdo de los mártires de Jaca, a petición del concejal José Córdoba Fernández. En febrero del 33, por ejemplo, llegó misiva de haber abierto suscripción popular en el ayuntamiento de Medina Sidonia y se aprobó la contribución de 100 pesetas para las víctimas de Casas Viejas en concepto de auxilio de los familiares.

Las discusiones en los plenos del 1933 tensionan algunas acciones que se pretendían llevar a cabo. Desde octubre de 1934 a principios de 1936 son sustituidos por monarquistas. Tras el triunfo del Frente Popular en febrero del 36 retoma un breve tiempo sus funciones como alcalde José Castillo y en la sesión ordinaria del 28 de mayo de 1936, renuncia a la alcaldía siendo sustituido, en la sesión extraordinaria del 6 de junio de 1936, por el zapatero de la calle Santísimo, Francisco Pecino Muñoz. Se justifican motivos laborales para la dimisión y es que, además de las tensiones del momento, sin patrimonio ni sueldo era complicado mantener su jornal y el de los demás arrieros a su cargo.

Para quienes dicen que buscaba algo de luz, podemos decir que Pepe Castillo fue el máximo responsable del inicio de alumbrado eléctrico público de Palmones y de la mejora del existente en Los Barrios, doblando la cantidad de lámparas que había al inicio del 31.

Tras el levantamiento militar del 18 de julio del 36, parte de su familia huyó, todos conocían a algún vecino que había sido fusilado, al igual que algún compañero de partido, y José Castillo es llevado a la prisión de Algeciras. No le condenan a muerte. Al parecer, su mujer, que era muy religiosa, ruega y consigue informes del párroco y esto le permite salir. Retoma desde el silencio de los perdedores su actividad de arriero que luego continuarían sus hijos. Desde ese momento se inicia un olvido del que es protagonista, silenciando el avance en la administración local que promovió.

Nos quedamos sin mota de tizne.

De Ángela sabemos que su actividad continuó mientras su salud se lo permitió. Con muchos años la cuidó durante un tiempo su vecina Águeda, pero fue su vecina Marina la que la atendió hasta el final de sus días y sus hijas la recuerdan, como una más con las abuelas de la familia, compartiendo ratitos de televisión viendo musicales o de conversación. Algunas noches, en sueños, llamaba a su hijo Miguel.

Hacía once años que su hermano Pepe no se pasaba por el almacén. Antes, de vez en cuando, venía caminando desde su casa, despacio, con las manos juntas a la espalda, sin muchas palabras, con su sombrero, temiendo mucho a la muerte y a las delaciones de una época pasada. En un momento, ordenaba las espuertas y ella miraba la tarea apoyada en el quicio. Y es que, Pepe Castillo, a las nueve de la mañana del 17 de marzo de 1971, también se fue y a los pocos meses, Paca, su mujer. Fallecieron en San Roque donde pasaban junto a su hija algunas temporadas y allí recibieron sepultura.

Oyendo a los chiquillos jugando en la puerta, Ángela se marchó para siempre. En primavera, en los días de los preparativos de la feria en el pueblo, sin aparente necesidad de comprar picón o carbón, el ocho de mayo de 1982 dejó de asomarse a su almacén. Ni ella ni los ángeles ni las Vírgenes, ni las poleas ni los cuartillos que colgaban en las paredes tenían mota de tizne desde hacía unos años. Con luz, descansó acompañada en paz.

Nota: Parientes, amigos o vecinos de nuestros protagonistas como Catalina Melgar Rojas o Juan Camacho, Mercedes Román Romero o Jesús Fosela, Maria y Manolo Chicón, María del Mar Castillo, Pepi Pérez Ortega y mi querido Pepe Calderón, (q.e.p.d.) han recordado o establecido conversaciones con sus mayores que han servido para iluminar, sin duda, este relato.

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