De cuando Luisa Gómez García dijo sí a Santos Sánchez Martínez

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¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas para quedar en ellas.

Miguel de Unamuno

 

Luisa no salía a la calle sin tener peinada su trenza rubia que tanto encandilaba. La llevaba acabada en rodetes o suelta, tal y como se la peinaba su tía Salva, en casa de su abuela, entre mujeres, al menos dos veces a la semana. Le repetían lo preciosa que era su melena tan bien peinada, a sabiendas de que las cabelleras generosas eran el hogar perfecto para piojos, frecuentes en la escuela, aunque hacía ya varios años que había dejado de asistir.

Peinar así permitía mantener un tiempo de socialización, de fortalecer el carácter, de convivencia entre mujeres con las que se compartía tiempo, espacio y conversación. No quedaba hueco para el aburrimiento y si había penas, parecían menos tristes. No se contaba aún con las peluquerías tal y como las conocemos hoy en día. Eran momentos de mujeres de la familia para mujeres de la familia que se compaginaban con contar chanzas, cantar, recitar, mostrar bordados, arreglar abalorios, aconsejar en amoríos… Tiempos de descanso, de relajo y de entretenimiento en los que se llevaban a cabo tratamientos de belleza o si se prefiere, de higiene personal.

La caída del cabello se consideraba síntoma clarísimo de ciertas enfermedades, algunas relacionadas con el ánimo y otras con la diabetes o la anemia o la tiña. Como tratamiento para fortalecer y darle brillo se echaban unas gotitas de aceite y a veces, brillantina traída de Gibraltar. Aquí no había espejo por delante pero sí sobre la mesa, concretamente un cuenco de cristal con agua para ir humedeciendo el peine. Antes de comenzar a peinar, se colocaba el peinador o esclavina que era una prenda de aseo, sobre los hombros. El peinador preferido de Luisa era uno que conservaba con mimo en la casa de mamá Jesús, su abuela, de tafetán de algodón que, colocado a modo de mantoncillo, acababa en pico por la espalda. Le habían dedicado un tiempo muy importante a bordarlo con punto de sombra y con algunos tréboles por el borde antes de llegar a la puntilla que rodeaba toda la prenda. No tenía botón ni lazo para impedir que se moviera como otros peinadores. Lo cierto es que tal como se colocaba rodeando el cuello parecía una gasa del vestido.

Ya un tiempo antes de la guerra

Luisa, con los años, recordaba esos momentos de dejarse peinar de la infancia. Ya no era posible volver atrás, ni a la trenza siquiera. Convenía otro tipo de peinados de los llamados decorosos, con moño recogido en la nuca pudiendo adornarlo con peinas, horquillas y redecilla. Pensaba en sus lecturas en voz alta mientras la peinaban y cómo le ponía mezcla de sentimiento con buen humor y más aún si escuchaba las llaves de la despensa que llevaba colgadas mamá Jesús, señal de que se iba a dejar caer con algún chocolate o galleta de Gibraltar.

Tuvo once hermanos; todos nacidos en Los Barrios, en la provincia de Cádiz, en plena confluencia de mares y vientos que es el Campo de Gibraltar. Vivían en la calle del Perdón, la que subía hasta el callejón que le decían de los muertos porque era el camino del cementerio. Su casa, por la parte de detrás, se abría a la plazoleta que se llamaba de las Maronjas por unas hermanas que allí vivían. Su padre se llamaba Isidro Gómez del Pino, de la familia de los Chirolos, y su madre Juana García García.

La madre de Juana era María Jesús García Roncero, conocida por mamá Jesús “la Leona”, propietaria de tierras y fincas de la zona como El Soto de Roma o las cabrerizas de la Leona. Desde que volvió Isidro de Cuba contó con él como uno de los trabajadores de confianza por su disponibilidad para el trabajo en la finca ya fuera de siega, de disposición de las bestias, de descorche, con las máquinas que no ataban o de acarreo… No es que fuera aventurero o que quisiera hacer las Américas. Fue como soldado de Ultramar a Cuba porque no pudo en su momento abonar las 2000 pesetas pertinentes para quedar exento de compromiso tan grande. Volvió en el 1898 con un baúl verde de flores pintadas con el ánimo de casarse y bastante buena salud. Pronto se incorporó a las tareas del campo y ya hasta su muerte, al parecer por un infarto en la escalera de su casa, transcurrió su vida. Fue un sin parar en el campo y con sus hijos. No le quedaba durante el día mucho tiempo para mirar al cielo y ver las águilas reales. Juana se enamoró de Isidro allí en el cortijo del Soto Roma. No faltaban en la finca de la abuela vacas, ovejas, cerdos, pavas, gallinas, mulos, burras. Al principio, mamá Jesús no aceptaba la relación de su hija Juana con Isidro, pero al final accedió y formaron una extraordinaria familia.

Llegar al cortijo desde el pueblo, aunque fuera en los cerones que se les ponía a los burros, era una aventura extraordinaria que a mamá Juana le solucionaba sobremanera para sacar adelante a todos los hijos. Allí había horno para cocer pan, la ropa se lavaba a mano, pero con menos dificultad y la limitada iluminación, cuando se apagaban de noche la mayoría de los candiles, era para dormir y a veces, para cantar o contar cuentos. Así la fantasía se apropió de muchos de los niños que por allí andaban. Ser taciturno era imposible. Mamá Jesús, tozuda como nadie, quería estar desde por la mañana en el cortijo y preparaba paella, a veces con conejo, con la receta aprendida de su Requena cuando era niña. Para comer, como bien sabían todos los que por allí andaban, era cuchará y paso atrás; de pie, frente a la puerta principal.

Las jornadas laborables para Isidro eran interminables, sin salario y con una complicada relación de servidumbre con la suegra. Nunca contó con vacaciones. Pero gracias a las matanzas en diciembre, conservando embutidos y con la ayuda diaria del alquiler del café Grande, que le cedía a Juana su madre, fueron saliendo adelante. Los niños cumplían con la obligación de estudiar porque la abuela así lo exigía y todos acabaron licenciados. Las niñas fueron a la primaria en la escuela y a otras fórmulas de formación que por entonces se estilaban. Luego, todas pasaron más que buenos ratos con los familiares cercanos. La hermana de Juana, la tía Manuela, se había casado con José Gimeno, jefe de Correos, y disponían de una buena casa en la calle Santísimo. Al tiempo, se mudaron y residieron hasta que se marcharon a La Línea de la Concepción a la que posteriormente, fue patio de vecinos o zapatería de Felipa o la casa de Mario el de la tienda. Con ellos, Luisa se acomodaba, leía, cosía, ayudaba en las tareas y sentía mucho cariño.

Luisa nació en el 1912. En ese año sucedieron cosas recordadas por ella, tanto en Los Barrios como en el mundo. Siempre mencionaba su año de nacimiento como el del Titanic, como si fuera parte del pasaje superviviente. Fue también el año en que en España se declaró obligatoria la lectura de El Quijote en las escuelas públicas y ella también dejaría capítulos de su vida en El Toboso como entrañable Dulcinea. Podría parecer que vivía de forma ajena al mundo, pero conocía que, en Fez, en el mismo año, se llevó a cabo la firma de un tratado hispanofrancés por el cual se establecía un protectorado francoespañol en Marruecos. A España le correspondió el territorio de El Rif y de cabo Juby. Las consecuencias de la guerra posterior sí se dejarían notar en Los Barrios y en toda España y con los años, el levantamiento militar en Melilla dio origen a la guerra civil. Salir airosa de catástrofes, lecturas y guerras fue el motor de su vida.

Corrió al fuego

En 1927, en uno de esos momentos de peinado, se oyeron voces en la calle que repetían que había fuego. Al salir a la puerta de la calle Rosario, en la casa de la abuela, por el olor a quemado y el humo supusieron que algo grande había ardido. Luisa salió corriendo, atravesó el callejón de las Mercedes, la plaza Chica, bordeó el edificio del Pósito y llegó a la calle de la Corredera. Llevaba botas como las de todos sus hermanos y sus pies eran pequeños. Llegó más que a tiempo para ver cómo el fuego había devorado las ruinas del antiguo matadero abandonado de ganados. Estas edificaciones se situaban en las afueras. En este caso, el incendio provocó un desastre por su proximidad a las chozas.

En el Archivo Municipal de Los Barrios, con la complicidad de Mari Ángeles García, identificamos la ubicación exacta del matadero y reconocimos los años en los que, a pesar de que se usara, su situación era lamentable. Podemos especular, incluso, en los últimos años de uso, el estado de las dependencias destinadas a intestinos y despojos de reses. En el Acta Capitular de 1837 del Ayuntamiento de Los Barrios, facilitada su lectura por estar transcrita por Manuel Álvarez en 1995, en la revista nº 9 de Benarax, aparece:

“otro acuerdo se hizo en relación con el mal estado del matadero que amenazaba ruina. Ante la falta de fondos y para no repercutir la obra en el vecindario, se convino que como desde Pascua de Resurrección la carne se estaba cortando en la carnicería por cuenta de José Méndez, se le prevenga que por el tiempo transcurrido abonaría 2 reales de vellón por cada res vacuna, así mismo abonaría 14 reales mensuales por el uso que hace de la oficina o casa donde se guarda y vende la carne. El producto obtenido se dedicaría a las obras del matadero para repararlo antes de que llegase el invierno”.

Esa carnicería o despacho de carne a la que se le pretendió cobrar en concepto de mantenimiento del matadero era la situada en el local municipal de la calle de la Reina, en la parte trasera del Ayuntamiento. José Méndez no llegó a un acuerdo para su abono y el matadero situado al final de la calle Corredera no se arregló. En el 1870, se construyó el matadero de la Vega Maldonado que, actualmente, son dependencias municipales.

Antes de llegar Luisa a ver el incendio ya había llegado Santos Sánchez Martínez, nacido el 25 de febrero en 1902, natural de El Toboso, Toledo, pero no a mirar sino a atender a los heridos porque era el médico que llevaba menos de un año destinado en el pueblo. Había pasado el tiempo entre el trabajo y donde residía en la pensión de los Pecino, la que regentaba Concha la de Mariana con sus hermanos Mercedes, Pepe y su sobrina Flora Ortega, en la Plaza de la Iglesia junto al Bar Nacional. Le pidió a Luisa, con esa voz enérgica y directa que siempre impresionaba, ayuda para sostener material, vendar y curar heridas y no dudó en ahuyentar a quienes solo miraban. Luisa estuvo dispuesta en el lavado de heridos, atención a las quemaduras con paños húmedos y en mejorar las posturas de los pacientes que chillaban de dolor.

Foto de despedida y agradecimiento por las atenciones recibidas a la tía Salva García y a su marido, Enrique Chamorro.

Desde ese momento Santos quiso que Luisa le acompañara en la vida y Luisa le miró y asintió por ese día y por años. Tenía quince años y el doctor treinta. Todo acabó en matrimonio. A Santos ya le eran reconocidos sus sobresalientes y sus cinco matrículas de honor en la carrera de medicina que estudió en Madrid y el ambiente bohemio que allí vivió. La visita de la madre de Santos, Trinidad, hija de Pascasio y Vicenta, naturales también de El Toboso a Los Barrios, fue inolvidable. Su hijo le había escrito para que apareciese, pero con una pulsera de pedida. No era la primera que la abuela Trini compraba una y el tiempo dio la razón cuando el hijo le aseguró que era la definitiva. El 15 de junio de 1931, dos meses después de que se proclamase la II República, fue el acto municipal de matrimonio. No tuvieron ceremonia eclesiástica y la inscripción matrimonial se recoge en el Registro civil de Los Barrios, en el tomo 39, página 176. Se distribuyeron las invitaciones en color salmón para la boda. Quedaron escritos los nombres de los padres de Santos, Manuel Sánchez Rodríguez y Trinidad Martínez Cobo, y el de la madre de Luisa, Juana García y García, ya que Isidro para entonces ya había fallecido.

La llegada de Trinidad a Los Barrios fue todo un acontecimiento. Iba vestida con sus mejores ropajes de paño negro castellano que aquí nunca se habían visto tan recatados, con esa gran sobriedad y con su buen refajo que era una falda sobre las enaguas con un dobladillo para el dinero. No hay que decir que quedó encantada con Luisa, sobre todo, después de conocer que deseaba ir con su marido a su nuevo destino y por qué no, residir en El Toboso, sin querer causar molestia a quien habían querido casar antes con su hijo el médico. Santos le hablaba a Luisa con frecuencia de su época de estudiante en Madrid, de cómo saludaba al que tostaba café en la calle, el estado de las obras del metro o los puestos del Mercado de la Cebada, los ratos en el cine Doré o el de la Prensa, recorrer las tabernas como la de Antonio Sánchez o reír en el café Barbieri y si había que discutir pues había que ir de tertulia al café Pombo o al de Levante o al de Roma y, como no, al teatro. Luisa escuchaba siempre ensimismada lo que le contaba Santos con ardor mitinero, más aún aquellas visitas, cerca de la Puerta del Sol, a los espectáculos nocturnos de los salones de variedades y cabarets para conocer el entusiasmo que generaban las cupletistas en los espectáculos de varietés.

A los pocos meses salieron de Los Barrios

La pareja se despidió de todos con destino a El Toboso, partido judicial de Quintanar de la Orden. Para Luisa el cambio fue grande y todo le llamaba la atención. No faltaban distracciones en aquella casa de su suegro que había sido alcalde, con tanto trabajo en las viñas y con tan pocos vecinos, todos cercanos. Acudía a los actos religiosos del convento de las Trinitarias y participaba en las fiestas de santa Filomena que se celebraban en septiembre, con su procesión, banda de música y partidos de fútbol con la Deportiva Toboseña. Tanto el suegro como su marido tenían carácter fuerte y eso podía comprobarlo diariamente. Fue entonces cuando, para superar la añoranza, cogió el hábito de escribir cartas.

Santos ya había retomado sus tareas de doctor. Ingresó en el cuerpo por parte de la Dirección General de la Sanidad el 4 de agosto de 1930 con el número de escalafón doce mil ochocientos sesenta y siete. Con fecha de abril de 1935 aparece en la foto del carné del Colegio de Médicos de Toledo con el sombrero con el que siempre se acompañaba. Fueron años de activismo político socialista y de dedicación para sacar adelante la casa del Pueblo en El Toboso, a lo que Luisa se refería como reuniones en el Casino.

Si algo tenía Santos descartado era entrar en el ejército. Había hecho en su momento el servicio militar en 1923 en la zona de reclutamiento de Toledo y se concentró en caja el 3 de enero de 1925. Con esa contribución militar pensó que era una faceta concluida para él. Nunca pensó que aparte de dedicarse a las tareas de la medicina hubiera que compaginarla con la guerra. En julio del 36, viendo cómo se iban sucediendo los hechos de los sublevados militares Santos y Luisa no se lo pensaron dos veces. Salieron de El Toboso camino de Valencia. Fueron de los primeros en reconocer la gravedad de la situación y en abandonar su vida. Santos se alistó. Sabía que, en los últimos años, había generado rencillas ideológicas con algunos de sus vecinos y podrían señalarle por izquierdista. Comprometerse con la República fue el objetivo.

Llegó la guerra

El 9 diciembre de 1936 ya estaba Santos con destino en la 22 brigada mixta con el grado de alférez médico provisional. Posteriormente se le concedió el rango de capitán médico provisional al prestar más de cinco meses de servicio en los frentes y zonas de guerra. Conservó la publicación del 6 de agosto del 37 en el Diario oficial de la Defensa Nacional siendo ministro de la Defensa Indalecio Prieto. Este documento consta en el Servicio Histórico Militar en Madrid.

Circular. Excmo. Sr: He resuelto que a los médicos que figuran en la siguiente relación se le reconozca en el empleo de alférez médico provisional con la antigüedad que también se consigna por haber acreditado debidamente que desde las fechas que se señalan vienen prestando sus servicios en tal concepto y al mismo tiempo concederles el empleo de capitán médico provisional por llevar prestando más de cinco meses de servicio en los frentes y zonas de guerra, con arreglo a las orden circular de 28 de mayo último D.O. n º 130 quedando confirmados en los mismos destinos que desempeñan y que también se indican y surtiendo esta disposición efectos administrativos a partir de la revista del Comisario del mes de junio último. Le comunico a V.E. para su conocimiento y cumplimiento. Valencia 6 de agosto de 1937.  

Luisa y Santos fueron dos de los ciudadanos, militares, familiares, políticos, refugiados, evacuados o colaboradores del gobierno que, llegados en masa, que mantuvieron a Valencia en el foco nacional e internacional de la época sin abandonar una actividad cultural y de ocio intensas. Valencia fue ciudad sede del gobierno de la República, tras el golpe de estado, por lo que era la capital de España, enclave protagonista durante mucho tiempo del conflicto. Se quedaron a vivir en el centro con la familia de la hermana de Santos, de nombre Teresa, casada con Manuel, un reconocido veterinario militar de la ciudad y sus tres hijos: Manolo, Vicente y Miguel Ángel. Ambas cuñadas pudieron ayudarse y darle al palique, como a ella gustaba decir cuando congeniaba con alguien y podía hablar. Mientras, Santos tenía su ocupación de atender a los militares heridos en el hospital. Luisa conservó durante años los sombreros que Teresa le compró en Valencia. Era una manera diferente de que le cuidaran el peinado y con ese cariño entrañable, los aceptaba. Estaba inmensamente agradecida por haberla acogido en una casa con tantas comodidades.

Foto: Acababa de llegar la abuela Trini de El Toboso para la boda. Dedicaron un día a pasear por el puerto de Algeciras.

Santos no había participado de ese bullicio en las calles desde su época de estudiante. Luisa no lo había conocido antes. La actividad en ateneos, círculos, cafés teatros fue disminuyendo a lo largo de la guerra, pero tuvo momentos de esplendor. A pesar del conflicto, siguieron las corridas de toros en la Plaza de toros Monumental de Valencia. Santos, desde muy joven, frecuentaba capeas y encierros en festejos populares en Madrid, en Toledo y en el tiempo que estuvo en Los Barrios. Volver a la plaza era extraordinario para él y acudía gratis por ser médico. La programación musical no se abandonó en la ciudad ni en los más terribles momentos, aunque no tenían costumbre de acudir. Luisa solía leer el diario El Pueblo o La correspondencia de Valencia. Se aficionó a todo tipo de folletines de distribución gratuita cuyo objetivo era el de crear opinión política. Atrás quedó la lectura de El Castellano que era el que se leía en El Toboso.

En abril del 39 Santos fue detenido y encarcelado en el penal de Ocaña. En esos momentos inciertos la abuela Trini, de inmediato, acogió como a una hija, a Luisa. Vivir allí permitiría a Luisa acudir a las puertas del Penal más fácilmente. Confiaba en que el tribunal no condenara a muerte a su marido, pero debía acudir puntualmente por si sacaban su ropa sucia para que ella la lavara como prueba algo fiable de que Santos aún no había sido fusilado.

Las visitas a Ocaña

Desde la primera visita a las puertas del penal asumió el estatus de mujer de preso político en Ocaña a espera de juicio. Su marido, capitán médico, podía ser fusilado en cualquier momento. Y así fue como acudía cuando correspondía a ese edificio con otras mujeres en su situación. Con su gracejo y entusiasmo era vida para algunas de las mujeres que aguardaban sin saber qué iba a ocurrir. En esas esperas a la puerta se fue creando una red de apoyo mutuo de quienes también eran víctimas de la situación. Intensificó su hábito de escribir cartas en cualquier papel que encontraba a todos sus familiares y no hacía más que preguntar por cómo estaban todos. Ella afirmaba que iba saliendo adelante y que no se preocuparan. Necesitaba saber que estaban ahí. En ninguna de las cartas se asumía la real situación del momento y no aparecían las palabras preso, Ocaña o rojo; mucho menos juicio, pena de muerte o condena. De tal manera que algunos parientes, al leer aquellas cartas, se preguntaban dónde estaría trabajando en esos momentos Santos e incluso, llegaron a insinuar que era un poco flojo para buscar ocupación siendo buen médico.

Luisa, se agarraba con horquillas un moño algo canoso, con primor y con una infinita angustia cada vez que conocía que mujeres de presos habían sido rapadas y “paseadas” en sus pueblos. Ese miedo al “paseo” que contaban y el temor de no tener qué comer se incorporaron en su vida y ni las oraciones ni las lecturas ni las cartas que amaba escribir, lograron alejar aquellos temores de su pensamiento. No quería volver a Los Barrios mientras durara esa situación. Fue entonces cuando dijo: El día que fallezca mi marido, tras su entierro, cogeré la maleta y me volveré con ustedes. Antes, nunca.” Se lo repitió muchas veces a sus primas con quienes se carteaba. Mientras, seguía leyendo y llevando libros al Penal por si podían hacérselos llegar a su marido, por ejemplo, de Cajal y de Unamuno.

Era consciente de que el golpe de estado que habían protagonizado militares, en el norte de África, no se paró en su momento por lo que devino una guerra civil y que su marido había sido fiel al gobierno legítimo de la República. Esta reflexión la mantuvo y a partir de ahí, si alguien quería discutir pues que lo hiciera. No estaba dispuesta a cambiar lo que fue su mantra de muchas horas de espera primero, en el hospital de Valencia, en la puerta del Penal y para todos los restos. Nunca apoyaría a los que se sublevaron y no reconocería eso del Movimiento Nacional. Con la ley de 1939 sobre las responsabilidades por haber pertenecido a sindicatos o partidos estaba claro que Santos tenía todas las de perder porque ya desde Los Barrios simpatizaba en las tertulias con Salvador Gómez García, su cuñado, veterinario masón en Jimena, también represaliado, o con D. Juanito García, el médico, primo político, asesinado en la Casilla Blanca y, a su retorno a El Toboso, continuó participando activamente en toda reivindicación izquierdista que viese oportuna.

Teresa, desde Valencia, informó a la familia de que tenía cáncer. Determinaron que sería Luisa quien marcharía a cuidar a la cuñada a Valencia y a los tres niños porque a pesar de ser atendida su casa por Gregoria, que lo mismo cocinaba que cosía o que daba cariño a los pequeños, hacía falta el apoyo familiar. Cuando llegó, Teresa quedó tranquila por tenerla allí. Murió con 37 años. En el lecho de muerte, cogió de la mano a Luisa y le confesó que dejaba a sus tres hijos sabiendo que ella estaría cerca. Santos y Luisa no tuvieron hijos y esos tres pequeños se convirtieron en el centro de sus vidas. Para ella, colaborar en las tareas de los cuidados era una manera extraordinaria de abstraerse de tener a su marido en Ocaña y a su familia barreña con represalias y tuberculosis. En el 1943, al poco de fallecer Teresa, con sorpresa mayúscula, Santos se presentó en Valencia porque había sido liberado. Fue una alegría grande ante tantas dificultades de la vida. Luisa pensó que se había escapado y no daba crédito. Le costó reaccionar, pero así fue. Allí estaba.

De pueblo en pueblo

En definitiva, Santos Sánchez, según certificado del Centro penitenciario de Ocaña ingresó en prisión el 17-4-1939 por la causa 2919 1 15976 y condenado a la pena de doce años y un día por auxilio a la rebelión militar, siendo excarcelado el 31-3-1943, habiendo permanecido en prisión tres años, once meses y catorce días. Por efectos de la depuración no se le reconoció su título de medicina. Figuraba de baja del colegio de médicos de Toledo desde diciembre del 39 por ignorado paradero.

 El 2 de octubre de 1944, el Colegio Oficial de Médicos, con el número 3040, volvió a aceptarle para atender pueblos de menos de diez mil habitantes y Santos encadenó breves sustituciones en lugares como: Casas Bajas, Casas altas, Alcora, Buñol y definitivamente, en Chiva donde ya pudieron asentarse.  

Los cargos por los que fue condenado a ser eliminado del escalafón médico y enjuiciado fueron los que pueden leerse en su solicitud para acogerse a la Ley de Amnistía de 1977 que conservo firmada y con la palabra verdad escrita de su puño y letra:

-Haber intervenido en el año 1931 en la fundación de la Casa del Pueblo en el Toboso. Siendo asesor de la misma. VERDAD.

-Haber intervenido en la propaganda electoral a favor de las izquierdas en el año 1936. Verdad.

-Ser de ideología izquierdista. VERDAD.

-Haber ingresado en el ejército rojo como voluntario y haber ostentado rango de capitán. VERDAD.

A lo que añade una anotación al margen:

Por estos cargos fui condenado a doce años y un día, condena que cumplí en el Reformatorio de Ocaña con conducta excelente, posteriormente, como resultado de este expediente fui eliminado del escalafón médico. En el mes de mayo del año de 1970 fui jubilado por invalidez, por ceguera y equitosis rodilla izquierda por lo cual, cobro una pensión módica, aunque decorosa del Patronato de protección social para médicos inválidos.

La respuesta oficial a esta petición de reconocimiento es que no tiene derecho al desembolso de los años en presidio, pero sí de la antigüedad a pesar del tiempo no aceptado como médico. Fueron años duros, de grandes penurias económicas. En dos ocasiones vinieron a Algeciras. Luisa necesitó estar con sus hermanas y con sus primas. Luego, a coger la maleta de cartón y volver.

Luisa escribe en una foto que se conserva de su suegro: “El abuelo murió el 12 de noviembre a los 87 años en el 1950”. Luego fallecería la abuela Trini a quien quiso mucho y en cuyo testamento aparece que se le daría a su hija política Luisa 5000 pesetas y su máquina de coser. El resto de la herencia según ley sin descuidar el respeto a algunas costumbres de entierro como la de sacarla del féretro y ser enterrada en tierra, donaciones a religiosos y oraciones por el alma de sus seres queridos y por el de ella.

En el 72 se deja sin efecto la resolución del 15 de febrero de 1954 por la que se acordó la separación del servicio de funcionario del cuerpo de médicos de asistencia pública domiciliaria, al cumplir la jubilación forzosa. Parecía que se iniciaban satisfacciones. Con fecha de 13 de agosto de 1979 se le comunica la concesión del título para la colegiación honorífica. Será su amigo Ramón Bellot Castillo quien se lo comunicó en su calidad de Ilustrísimo a Santos, quedando así inscrito en el cuadro de honor de los ilustres médicos españoles. Al haberse quedado ciego, el Patronato del Colegio de Médicos acuerda entregarle 9000 pesetas. Tendría que esperar al 1989 para que se le reconociese la pensión con el grado de capitán. En 1991 se le concedió un millón de pesetas de indemnización por el tiempo de prisión.

En Chiva vivieron en un piso, sin compartir, en la calle Buñol 40, disfrutando amistades que cuidaron ambos. “No olvido dos días 18 en mi vida, uno el del 36 y otro el del 64” decía Santos. El del 36 sabemos el porqué, y el del 64 alude al inicio de sus problemas de salud. Un día muy ventoso de diciembre, al volver de uno de sus habituales paseos por el campo en los que se sentaba a leer en cualquier piedra, Santos se cayó en la cuneta y gracias a que un ciclista que no podía ir por la carretera por lo huracanado del tiempo le vio, pudo ser rescatado y llevado al pueblo. Las fracturas le impidieron andar bien de por vida y al final, acabó sin poder moverse y definitivamente, ciego. Tardó en dejar de ir al bar de la Mutua, al medio día, a tomarse su vino hasta que Luisa lo recogía para llevarle a casa. Cuando la familia les visitaba encargaban un arroz en el restaurante El canario de unos buenos amigos suyos y era cuando Luisa decía aquello de “He quedado esponjada” por poder estar juntos y poder invitarles. A todos les hacía gracia el comentario que tanto repitió en esos años.

En ese tiempo, durante dos horas exactas, Luisa leía en voz alta a Santos. Siempre de cinco a siete tras la comida, que era a las tres y tras el reposo obligatorio a las tres y media, que Santos disfrutaba aislado, como él quería, en una butaca y con una toalla sobre la cabeza. Luego escuchaba la radio mientras ella se iba con su amiga Doña Carmen, la de la farmacia, a la rebotica, a charlar un rato y a veces, también con su otra amiga, la Rosa. Con alegría recibieron un premio a los mejores y más asiduos lectores de la Biblioteca Pública Municipal de Chiva. Parece ser que los tiempos iban cambiando.

Con anterioridad, en Valencia, el marido de Teresa rehízo su vida, sus sobrinos estudiaron, se pusieron a trabajar y formaron familias. El pequeño Miguel Ángel y su mujer, Felisa que me ha echado una buena mano con sus recuerdos, siempre estuvieron cerca también con sus hijos. Vicente tuvo una hija y falleció siendo oncólogo en La Palma. A Manolo, Luisa le recomendó que se fuera a hacer derecho si era su deseo a Madrid a finales de los cincuenta, informándole de que María Jesús, una de sus once hermanos, que había sido telefonista en Jimena de la Frontera, vivía en la capital con su hija, también telefonista. Sí o sí debía comprometerse a visitarlas porque allí seguro que comería caliente cuando fuera. Y así fue como en Madrid el sobrino político de Luisa, al que siempre llamaron Manolito, comenzó a frecuentar el piso de la sobrina telefonista de Luisa, Ángeles. Siguieron las visitas hasta se convirtieron en algo más que un compromiso familiar. Manolo y Ángeles se hicieron novios y decidieron continuar sus vidas juntos. Fueron mis padres. De aquellos fuegos, estas luces. El sobrino de Santos, es mi padre, que en paz descanse, y la sobrina de Luisa, mi madre.

Retornos

Tras el entierro de Santos, la tía Luisa apareció en Los Barrios con la maleta de cartón, con su casa de Chiva por recoger y volvió a su vida de infancia intentando saludar y visitar a todos los que recordaba tal y como durante años soñó. Disfrutaba conversando con los nietos de su querido Manolo que eran mis hijos, con primas, vecinas… Vivió con su hermano Isidro, maestro, compositor y poeta y posteriormente, con su prima María Antonia Chamorro. Gustaba de juntar en la salita de peinar a las hermanas que vivían. Luisa nunca perdió el contacto con la familia de Valencia ni con sus amistades en El Toboso gracias a sus cartas, incluso en los últimos tiempos desde la Residencia de ancianos de Los Barrios en la que recibía atenciones que acostumbraba a pregonar. No le gustaba hablar por teléfono.

El año pasado visité con mi hermano y mi madre El Toboso. Cuando encontrábamos a personas de edad avanzada les preguntábamos por la casa del Melón, que era como llamaban a mi abuelo. No solo encontramos la casa tal cual la recordaba mi madre, sino que, en frente, vivía Merceditas, amiga de juegos de mi padre. Allí estaba ella. Merceditas Toboso Muñoz nació en noviembre del 37 y toda su vida transcurrió en esa calle. Emocionada habló de tía Luisa y tía Teresa, las dos cuñadas guapísimas que tanto se querían, y de los niños y de la abuela Trini y de cómo ella seguía llamándolas así porque, aunque ella era niña, en esa calle corta y empedrada todos eran una familia. “Yo tuve contacto con los tíos Santos y Luisa hasta que murieron”, nos contó y que nunca pensó que “la vida podía premiarla con esta visita desde el pueblo de la tía Luisa”. “He vuelto a recordar aquellos tiempos de mi niñez en los que las personas nos queríamos de verdad”. Concluyó para despedirse.

No pude escribírselo a la tía Luisa como a ella le hubiera gustado. Hace ya años que falleció en Los Barrios, fuerte y amable como siempre, peinada desde por la mañana temprano, con la mente algo nublada por los olvidos. Está ahora donde quiso descansar en paz, sin más fuegos. Al poco tiempo de su fallecimiento, desde Chiva, mi tío Miguel Ángel me envió algunos libros que el tío Santos había leído en el Penal. A veces, los leo en voz alta. Me encantaría que me escucharan.

 

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