Entre los desafíos que afronta el mundo en 2024 figura, sin duda, el resultado de las elecciones en la democracia más poderosa del planeta, previstas para este año. Para bien o para mal, según se mire, el titular del llamado despacho oval condiciona la política internacional.
Aunque los dos grandes partidos estadounidenses aún andan inmersos en sus respectivos procesos de elección del candidato definitivo, todo apunta, si nada lo remedia, a que la contienda vuelva a medirse entre Biden y Trump. Y el panorama, dados los antecedentes, no puede ser más desalentador.
La balanza está, a mi juicio, entre el malo y el menos malo, entre, por un lado, un quintacolumnista de manual, un lobo con piel de lobo para la democracia y una bomba lapa para la muy inestable estabilidad mundial (todo es y más es sinónimo de Trump) y, por el otro, un baluarte del establishment más tradicional, de talante moderado, es verdad, pero en ascendente y progresivo rumbo hacia la decadencia, sobre todo, y en apariencia, por edad.
Ni uno ni otro parecen reunir los principios activos que podrían curar la maltrecha salud de la política mundial, pero, puestos a elegir, y a falta de otras opciones, somos muchos los que pensamos que no hay elección.
Trump es un peligro, un demagogo que juega con las cartas marcadas, un tipo acosado por los tribunales que, además, no se ha puesto colorado para volver a acogerse a un sistema que desprecia profundamente y que, de hecho, intentó deslegitimar tras su derrota en 2020.
La única esperanza radica en que al final haya una mayoría silente agazapada en las encuestas que el día clave, el día que de verdad toca, construya en cada urna y en forma de votos uno de esos muros que tanto le gustan a Trump, un muro contra el extremismo, la xenofobia, la corrupción y la demagogia barata.
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