El sonido de los dioses

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Sin descartar el tiempo y los afanes comerciales, la Navidad comienza allá por Santa Cecilia que es cuando se iluminan las calles de nuestras ciudades. Historia y leyenda se mezclan en la vida de esta santa que fue una distinguida mujer romana convertida al cristianismo y martirizada en el siglo segundo de nuestra era. Lo de erigirse, como patrona de la música se debe a que parece ser que cantó mientras sus verdugos la sometían al martirio.

Lo curioso es que en tiempos pasados la música fue un oficio de mendigos. Una tropa de menesterosos andaba por toda Europa mendigando un plato de sopa y un mendrugo negro a cambio de una copla cantada al son de sus desvencijados instrumentos. Más de una vez eran empujados, echados de las plazas, y corridos a palos a las puertas de las mansiones de los nobles donde se paraban a cantar a una joven damisela con ganas de echarse novio. Eran jóvenes, a los que llamaban de «la sopa boba» origen de los tunos. En la jerga universitaria «pasan el parche» (pandero en mano para recoger las propinas) o dar serenatas, a la luz de la luna, en que las mujeres corrían los visillos de las ventanas esperando que fueran ellas, soñadoras, las únicas elegidas para la serenata.

Sin embargo, el primer serenatero de la historia se cuenta que fue Pitágoras. Despertaba a sus discípulos por las mañanas, antes del desayuno de pan y miel, con su canto y el son de la lira. En una ocasión se encontró con unos jóvenes que «habían empinado en demasía el codo» y pidió que los tocadores tocaran la «melodía de las libaciones» para calmarlos y aconsejaba a los espartanos que entraran al combate «a las órdenes de la música». Cantar por unas monedas depositadas, por lo viandantes en un plato lo hicieron los músicos callejeros del metro de Londres que crearon el género musical del ‘underground’. La medida de la cultura musical se produjo a las afueras de un metro de Nueva York cuando un anónimo violinista interpretaba a Bach. Ninguno de los miles de viandantes se percató de que el violín era nada menos que un Stradivarius. Al tiempo que aparecían miles de músicos de calle por las principales ciudades del mundo, jóvenes de la nueva ola americana admiraban lo esotérico de Oriente mientras soplaban canutos de marihuana y ácido lisérgico y se alborozaban en la dorada California con el «haz el amor y no la guerra». Y así nació la música psicodélica, mezcla de rebeldía, pero también de sosiego y algo de misticismo. Pero esto ya lo habían inventado las antiguas civilizaciones de Mesopotamia o Egipto como remanso de paz que suponía calma para los males del alma.

Escribe Jorge Luis Borges, citando a Benedetto Croce, filósofo, escritor y político italiano que, desde ese legendario momento, todas las artes aspiran a la condición de la música. El sabio Plotino ya había dicho que eleva el ánimo, estado de euforia y es un bien supremo como la Filosofía y el enamoramiento. Además de ser una herramienta útil para los trastornos cerebrales ayudando a los pacientes a recuperar habilidades lingüísticas y motrices porque activa todas las regiones del cerebro.

Tomás de Aquino la asoció con lo divino y transcendente. Este poder mágico-religioso lo tomó el padre de la Iglesia Juan Crisóstomo que dotó a la música de la facultad de sacar al alma de la apatía. «Endulza el espíritu», decía «que a hombres, mujeres, agricultores y marineros procuran aliviar la fatiga que les produce su trabajo ya que el espíritu soporta más fácilmente las asperezas y dificultades si escucha una melodía o un canto». Algo de esto dijo Ulises cuando le preguntaron que por qué tocaba tan bien la lira y él respondió «que no era él sino el Dios Apolo que la puso en su mente, origen de toda armonía visible e invisible que engendra a las musas». De esta manera la música tocó los cielos.

Fue lo que trastornó al filósofo Bertrand Russel cuando entró en la catedral de Notre Dame de París y al escuchar el canto armonioso del gregoriano de los monjes dudó de su ateísmo y se convirtió al cristianismo. «Dejarse llevar» por melodías o ritmos que responden a diferentes géneros musicales, diferentes momentos, diferentes pueblos, pero que siempre evocan a un amor, un encuentro, un viaje hasta un duelo por el que la música transciende a lo divino. La convierte en inmortal… como la Navidad.

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