OBITUARIO

En memoria de Manuel Camacho Blanco

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Por Jesús Manuel González

Manuel Camacho Blanco falleció en su casa de Los Barrios el pasado día 17 de junio mientras dormía, pero rodeado de su familia.

Pasé muchos ratos en su casa jugando con su hijo mayor, Manolo, tocando la guitarra y subiéndome a su Lambretta que tenía guardada en el cuarto del patio. Fue un hombre cabal y tanto a él como a su mujer, Ana, los tengo en consideración como si fuesen de mi familia. Por eso, en su memoria, escribo este relato como si fuese mi padre:

12:30 h. era la hora acordada. Mis pasos, debido a las suelas de cuero de mis zapatos sonaban por la calle. A través de los cristales de la puerta de su casa se dibujaba la figura de mi padre. Su cara ya le había cambiado al escuchar el ritmo conocido de mis pasos. No hacía falta poner la llave en la cerradura para abrir, pues ya se encontraba abierta. Parecía que con el retraso de un minuto todo se viniese abajo. Para el que espera, el tiempo se ralentiza y mucho más cuando no se para de mirar el reloj.

Después de saludarnos y cerrar la puerta, anduvimos el pasillo con paso lento en busca de mi madre que se encontraba como siempre en su sillón viendo la televisión.

El ritual era siempre el mismo: abrir el mueble de cocina para coger dos vasitos, ponerlos en una bandeja, cortar unas cuñas de queso, un poco de pan, unas servilletas y abrir el mueble bajo para coger una botella de vino. Un Ribera del Duero guardada a buena temperatura, comprada en alguna ocasión.

La botella, por el cuello, la llevaba él, a mí me dejaba la bandeja ya que según él yo tenía todavía mejor pulso. Pretendía sentarse en el patio, a lo que me apresuré a indicarle que hacía una mañana estupenda, que el sol calentaba un poco y que en la azotea estaríamos mejor. A regañadientes accedió a mi petición, pero era la única manera de hacerle subir unos cuántos escalones para que ejercitara las piernas de 93 inviernos. Botella en mano izquierda y derecha en la baranda, con paso medido y calculado íbamos subiendo los pocos escalones hasta llegar a la mesa y sillas que allí permanecían desde la anterior visita a la azotea.

Antes de sentarse había que echar una mirada todo horizonte para hacerse un cálculo de lo que nos rodeaba y así tener algo para conversar, al mismo tiempo que sacaba un cigarrito del bolsillo de su camisa y que encendía disfrutando enormemente desde su primera calada. Cuatro o cinco al día, me decía para mantenerme contento.

Descorchada la botella, servía en los vasitos tal cantidad que pareciera que el nivel era el mismo, ya que percibía cómo de reojo miraba si estaban enrasados.

Con mucha parsimonia, pero sin perder tiempo se acercaba el vaso a los labios y después de dar el primer trago, chasqueando la lengua en el paladar y haciendo sonar un aaaah, decía muy convencido: “esto no sabe a madera como antes”. Era el punto de arranque de una larga conversación…

Descanse en paz.

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