NOVENA PROVINCIA

Las agendas caducadas

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No hay símbolo que represente mejor el paso del tiempo que una agenda personal cuando llega el final del año. Se convierte de inmediato en un objeto que ha perdido su función, pero contiene el tesoro de una temporada que muy pronto pasará a ser remota. De ahí el aura que despide: es un trozo de papel que conserva cualidades mágicas.
Naturalmente, el pasado contenido en una agenda no es directamente accesible; está escrito en un código cuyas claves solo su titular sabe descifrar del todo. Allí encontramos citas, recordatorios, tachones. Hay viajes que se hacen y viajes que se frustran; no faltan cifras ni teléfonos.

Es posible que en los últimos días estén señaladas fechas ya comprometidas para el año entrante, que hemos de anotar en la nueva agenda. Esta luce luminosa y vacía, como un desierto que iremos poblando sin apenas darnos cuenta; hasta que otro fin de año nos la arrebate. Y vuelta a empezar.

A veces tienen en su interior las huellas de lo que se ha dejado fuera, como el adulterio de una esposa o la corrupción de un funcionario. Pero nadie sabe realmente cuánto de lo planeado en las agendas terminó por realizarse. Aunque se escriban en tiempo futuro, no es raro que terminemos pensando en lo que podría haber sucedido si las cosas hubieran sido de otra manera. ¡Tiranía del subjuntivo! Cualquier agenda tiene algo de autoficción.

Igual que ya no hay apenas cartas manuscritas, las agendas de papel sufren la competencia de esos calendarios digitales donde puede meterse cualquier cosa. Ocurre que su contenido se pierde o desordena, privándonos de la posibilidad de hojear la vida que llevábamos y de contrastarla con lo que nuestra falible memoria conserva de cada época.

Quizá eso explique la pervivencia de la agenda tradicional, que ejerce una heroica resistencia contra las aplicaciones digitales que tratan de hacerla desaparecer. A ello hay que sumar su garantía de confidencialidad; mientras no se pierda, lo escrito en ellas queda fuera del alcance de los algoritmos que nos rastrean mecánicamente nuestras propias vidas. No obstante, lo decisivo es que la agenda física representa mejor que cualquier dispositivo digital la promesa inaugural que trae consigo el nuevo año: una vez pasada la charanga de las campanadas, lo que tenemos delante es un territorio inexplorado en el que cualquier aventura parece posible.

No hay más que dejar la agenda caducada en el cajón donde se apilan sus predecesoras para comprender que no abundan las reinvenciones personales: somos lo que hemos sido y no tendremos más remedio que seguir siendo lo que somos. Por fortuna, hay margen en los márgenes: si no podemos hacer la revolución, siempre podemos dedicarnos a la guerra de guerrillas contra el tiempo que se va. Y así, al menos, estaremos entretenidos.

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