Cuando de hablar se trata sobre el Magisterio inunda un sentimiento de profundo respeto en aquellas mentes abiertas a distinguir entre la honorable función y las anécdotas escolares, por desagradables que estas fuesen. De hecho todos al final tenemos, tendremos o hemos tenido familiares o personas queridas relacionadas con la Escuela. Fuimos alumnas y alumnos en nuestra niñez y juventud, y por tanto recordamos y revivimos momentos inolvidables de esa maravillosa etapa de nuestras vidas. Compañeros y compañeras de estudios y travesuras, momentos hilarantes ocurridos por bromas o simplemente circunstancias jocosas, mejor si les pasaban a las maestras y los maestros. Más te ríes cuanto más adusta o austera era la persona que te enseñaba y a la que acontecía alguna pequeña desventura. También nos acordamos de los momentos de angustia, por no llevar los deberes o haber cometido alguna falta, el miedo al castigo, a la reprimenda, a la desaprobación, algunas de las veces, quizás demasiadas en público, a la vista de toda la clase. Una cierta humillación que generaba en ti una rabia contenida, por sentir el trato injusto que se te aplicaba. Porque las amonestaciones deben ser siempre en privado, nunca en público, ya que pretenden ayudar a corregir conductas inapropiadas y de esta forma educar. Pero nunca educa el escarnio públicamente realizado, porque aquello que se reprende en público no educa, indigna e incluso afianza el comportamiento que se pretende corregir, ya que se afrenta a la persona que es objeto de reprobación pública.
Posiblemente aprendíamos a hacer eso siendo víctimas de ello y hasta puede parecernos natural el hacerlo e incluso que añade a la reprobación una mayor fuerza porque además se castiga socialmente a quien es objeto de la llamada de atención ante los demás. Pero nos equivocamos si pensamos que ese acto de desprestigio social ayuda al noble empeño de educar. Mi mayor reconocimiento a aquellos que me educaron, que me orientaron, me reprendieron y me castigaron, haciéndome ver que era una fuente de cariño hacia mi persona la que animaba sus acciones. Porque me respetaban profundamente y yo era capaz, aun a mis cortos años de edad, de intuir ese respeto y cariño. Cuando hemos percibido en el castigo o reprimenda rencor o ira, ese acto, que se supone pretende corregir nuestra conducta no aceptable, lo interpretamos como venganza. ¿Quién acepta de buen grado una vendetta? No podemos por un mínimo de dignidad asumir como positiva la acción vengativa que se ceba en nosotros. Porque esa venganza no persigue la restitución de nada, ni siquiera que aprendamos a no hacer aquello de lo que se nos apercibe, sino que la venganza pretende siempre trasladarte el veneno que incuba el vengador, para quedarse él y sólo él “a gusto”, “satisfecho”, “tranquilo”, por el daño infringido al otro. Mala sangre tiene el que persigue la venganza y por tanto no puede dedicarse a la noble tarea de Educar. Porque el Magisterio nace de la serenidad y el afecto a los otros. Hay muchas tareas humanas que requieren también de estas virtudes, pero al ser el Magisterio necesariamente ejercido con personas, y estas suelen encontrarse en los comienzos de sus vidas, su efecto sobre ellas es inmensamente más profundo y duradero.
Por otro lado el Magisterio como profesión es una fuente de emulación, ya que a las virtudes antes mencionadas se le une otra que debía ser la divisa de todo aquel que desee dedicar parte de su vida a la consecución del bienestar de los otros; de la ciudadanía. Nos referimos a la donación gratuita y sin reservas de las potencialidades que se poseen, para que el otro pueda ir más allá; pueda ser más. Teniendo las llaves de la promoción personal, académica, social y laboral, el Magisterio acompaña al alumnado durante un trecho de sus vidas ayudándolos a ser más y mejores personas; a alcanzar profesional y socialmente el éxito, el prestigio, que al magisterio nunca se le reconoce. Tarea más desprendida no la hay, otras comparten esa virtud, pero nunca la superan. La Iglesia Católica, sociedad bimilenaria, ha sabido proyectar en imágenes las ideas fuerza de su discurso. Precisamente concretó mediante patronos su influencia en los gremios incluido el Magisterio al que le adjudicó San José de Calasanz, desde que en 1948, Pío XII lo declarara Patrón de todas las Escuelas cristianas. Afortunadamente para una sociedad laica en el calendario escolar se ha sustituido por la fiesta de la Comunidad Educativa, aunque sinceramente creo que puestos a elegir la figura de San Cristóbal se muestra ante nosotros imponente, como se le describe, cruzando el río con un niño pequeño sobre sus hombros. Desde una interpretación laica, ese niño es la infancia y la juventud que a hombros del magisterio supera el enorme obstáculo del rio de la ignorancia, para poder, de forma autónoma, seguir su camino en la otra orilla. Y en ese mismo río se queda Cristóbal, que vuelve atrás para ayudar a otro infante a cruzar de nuevo, en un circuito perpetuo de ayuda y acompañamiento. No hace falta en estos momentos reivindicar patronazgos religiosos cuando la sociedad civil es madura y ha aprendido a proyectar sus propias imágenes, sus propios valores que esta vez no son de nadie y son de todos y de todas.
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