Yo, que siempre me he declarado un europeísta convencido y un defensor, por tanto, de la Unión Europea (UE), con sus luces y sus sombras, sus virtudes y sus defectos, me debato de un tiempo a esta parte en un mar de dudas respecto a mi propia opinión sobre el presente y el futuro del invento. Tanto como para preguntarme si, en las actuales circunstancias, conviene o no a países como España, Grecia, Italia y Portugal mantenerse como estados miembros.
El déficit democrático del que adolece la construcción europea, y que ha venido señalándose desde hace años, tanto por los más como por los menos entusiastas del proyecto, es hoy más evidente que nunca. La Unión está siendo dirigida de facto, es decir, no de derecho pero sí de hecho, por un gobierno encabezado por la señora Merkel que no ha sido elegido por los europeos y las demás instituciones que configuran las estructuras organizativas supraestatales de esta entidad plurinacional pintan poco menos que nada, incluyendo el Parlamento de Estrasburgo en el que debería residir, pero no reside, la soberanía de los ciudadanos. Hace no mucho tiempo me habría parecido descabellado pensar siquiera en la salida de España, Grecia, Italia y Portugal y que iniciaran estos estados un proceso de integración paralelo con una moneda distinta al euro. Ahora, visto lo visto, ya no me lo parece y tampoco la idea de una Europa de dos velocidades.
No podemos permitir que se edifique una UE a la medida de Alemania y para Alemania, y los bancos alemanes, como si los demás fuéramos parte de su imperio colonial. Los pueblos de la Europa Mediterránea quizá no seamos tan eficientes y laboriosos como los germánicos, pero -¡qué leches!- fuimos cuna de la civilización. Y no está de más que de cuando en cuando saquemos pecho por ello, aunque sólo sea para hacer bien a nuestra autoestima, muy tocada a raíz de lo que últimamente nos viene sucediendo.
Nos encontramos en una encrucijada. O se cambian las reglas o mucho me temo que el final de la crisis para los españoles, griegos, italianos, portugueses, incluso franceses, y hasta para los irlandeses, si me apuran, se aplazará sine die hasta Dios sabe cuándo.
Por mucho que se diga, lo cierto es que desde diciembre de 2011 hasta la fecha casi un millón de personas más está en el paro y la deuda-país ha aumentado en más de un 20 por ciento, todo ello en apenas 10 meses. Y lo cierto es, igualmente, que el objetivo de déficit presupuestado para este ejercicio, como apuntan todos los indicios, y como ya le ocurriera al gobierno de ZP, tan criticado y denostado, en los dos ejercicios anteriores, no va a poder cumplirse. A menos, eso sí, que antes de que acabe este trimestre Rajoy, De Guindos y Montoro no se nos vuelvan locos con las tijeras y nos castiguen con nuevos e improvisados recortes, de manera urgente y a la desesperada, para que no se sobrepase ese sagrado 5,8 por ciento del PIB fijado en un principio como límite.
No quiero dejarme llevar por el pesimismo, pero el futuro se presenta negro y desalentador y así lo percibo ?cuestión de edad también supongo? por primera vez en mi vida, que yo recuerde. Y no consuela que nuestra balanza por cuenta corriente haya mejorado en el último año. Algo normal, si se tiene en cuenta la caída en picado de nuestra demanda interna y la devaluación progresiva del euro frente al dólar, entre otros factores.
No se vislumbra todavía una luz al final de este túnel de la recesión en la que nos hallamos inmersos, bastante más largo de lo esperado. Ya veremos si para 2013, después de las elecciones alemanas, el panorama cambia, siempre y cuando Hollande pueda poner un poquitín más de su parte. Si no, como diría Unamuno, ¡que corran ellos!
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