“No es necesario escribir para ser escritor”. Con esta rotunda frase un escritor sobradamente conocido como es Manuel Vicent inicia su prólogo a este libro. Y más adelante insiste en la misma idea: “Sucede a menudo que hay escritores que ya lo son sin haber escrito un solo libro”.
No es su caso, evidentemente. O sí. Porque este narrador, ensayista y articulista de prensa confiesa que supo que sería escritor cuando a los quince años sintió el “olor a salitre y calafate que despedía una barca varada en la playa donde mis padres veraneaban”; olor que le llevó a transformarse en capitán de esa barca, rumbo a la isla del tesoro.

Una historia particular
Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2024
En efecto, Manuel Vicent construye sus escritos a golpe de sensaciones, de sentimientos experimentados desde su niñez que se insertan como menudas briznas de yerba en ese amplio y denso bosque que es la historia -de España, del mundo- que transcurre desde la guerra civil española hasta el momento presente. Unas briznas que, pese a su aparente insignificancia, son las que realmente aportan esos inevitables e imprescindibles matices -de luces y de sombras- a todos esos acontecimientos que configuran nuestra historia más reciente. Porque su vida -pero también la vida- está marcada por las canciones que le impactaron desde su infancia, o por el olor a pan recién horneado, por los distintos perros -chuchos callejeros o de impresionante pedigrí– que lo han acompañado a lo largo de su vida, por los coches -desde el modesto utilitario hasta el potente coche de marca- que ha conducido por los más variados caminos. Y por las lecturas, a su juicio, tan imprescindibles como la comida. “Hace ya mucho tiempo que tuve conciencia de que leer y comer son dos formas de alimentarse y también de sobrevivir”, afirma.
Manuel Vicent traza en este libro una serie de retazos autobiográficos que le sirven -que nos sirven- para arrojar una luz diferente sobre esos capítulos de la historia que todos hemos conocido, incluso vivido, pero que ahora los podemos saborear de forma diferente a través de su mirada lúcida, de sus observaciones teñidas a menudo de humor -punteado de ironía pero también de sarcasmo-, sin duda la fórmula más eficaz e inteligente de situarnos ante unos comportamientos o unos hechos que, aunque conocidos, nos hacen contemplarlos de otra manera, de situarlos incluso en otra dimensión. Una mirada que, al tiempo que nos descubre otras caras de una realidad inevitablemente poliédrica, nos invita a profundizar en nuestra propia vida, a rescatar de ella, a golpe de memoria, una peculiar configuración de nuestra existencia. “Siendo solo un niño -nos confiesa- me sentía más fuerte si conocía lo que había detrás de la tramoya y convertía este conocimiento en una realidad ficticia manejada a mi antojo. ¿No sería esta la primera llama de la literatura?”
Es posible que en esta manera de escudriñar en todo lo que ha rodeado nuestra existencia se halle la clave de toda escritura. Asomarnos al balcón de nuestra propia historia enmarcada inevitablemente en esa realidad que vivimos y tomar consciencia de la interrelación entre ambas es, sin duda, una manera de ser escritor. Aunque no escribamos ningún libro.
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