Junio llegaba con la luz tibia del amanecer y yo saltaba de la cama, dejando atrás las aulas y corriendo hacia el campo que me esperaba con un susurro de libertad. Los alcornoques se alzaban como guardianes silenciosos, sus troncos rugosos desprendiendo un aroma profundo a tierra húmeda y corteza recién cortada. Mi padre se dirigía a las corchas, y yo lo seguía, los pies hundiéndose en la hojarasca, los oídos llenos de pájaros, y los ojos abiertos a cada rincón del bosque y del campo.
Nuestra casita de corchas surgía del suelo como un refugio de cuento: paredes que olían a árbol, techo cubierto con un toldo que danzaba con el viento y nos protegía del sol y de la lluvia. No había electricidad; solo un carburo iluminaba la noche, proyectando sombras que jugaban en las paredes y hacían que todo se sintiera mágico. Dormía en una camita de helechos, suave y fresca, hecha por las manos fuertes y cálidas de mi padre. Allí aprendí que la felicidad no depende de lujos, sino de la libertad, la naturaleza y el amor cercano.
Nada más llegar, mi padre me hacía un columpio, y por las tardes, cuando los trabajadores regresaban al patio de corchas, todos me columpiaban. El viento golpeando mi cara, el vaivén suave y el eco de las risas mezclado con el crujido del corcho y las hojas secas: todo parecía flotar entre trabajo y juego, esfuerzo y alegría.
El trabajo del corcho era duro. Levantar la corteza del alcornoque exigía fuerza, paciencia y precisión. Un corte mal dado podía arruinar años de crecimiento y el sustento de la familia. Cada golpe del hacha, cada capa retirada, llevaba el sudor y la dedicación de tantas familias que vivían de este oficio.
Durante décadas, este trabajo había sido la vida de muchas familias: arrieros con sus mulos transportaban las cargas pesadas por senderos polvorientos, sorteando pendientes; otros pesaban las corchas en la romana, anotando cada cifra con cuidado; otros más clasificaban los corchos, decidiendo su destino: tapones de vino, suelos, paneles o venta para otros usos. Cada gesto era esencial, cada mano contaba, y todos dependían de este trabajo para alimentar hogares y mantener viva la tradición.
El olor del tocino asado al amanecer, mezclado con humo de la lumbre, el café de puchero y el aroma de tierra fresca, les daba fuerzas para empezar la jornada. Las manos se llenaban de grietas y polvo, los brazos dolían, los cuerpos sudaban, pero los ojos brillaban: había risa, complicidad y orgullo. Cada día enseñaba, silenciosamente, que la paciencia, la constancia y la cooperación son tesoros invisibles.
Por las noches, mientras el campo se enfriaba y el cielo se llenaba de estrellas, se contaban historias. Historias de árboles, de familias, de veranos pasados y aventuras, de esfuerzo y enseñanzas. Las voces se mezclaban con el crujido de la madera, el susurro del viento y el aroma de la tierra, creando un espacio donde la infancia y la memoria se encontraban, donde el tiempo parecía detenerse.
Cuando septiembre llegaba, la caldereta cerraba la temporada. Todos nos reuníamos alrededor del fuego, celebrando meses de trabajo, árboles cuidados, familias unidas y días que quedaban tatuados en nuestra memoria.
Aún hoy cierro los ojos y siento:
el calor del sol sobre mi piel,
el aroma del corcho recién cortado y la tierra húmeda,
el crujido de la casita improvisada bajo mis dedos, el columpio elevándome entre risas y viento, el cansancio y la fuerza de quienes trabajaban sin descanso,
y la risa pura de una niña que fue inmensamente feliz entre la naturaleza, el trabajo y la comunidad.
Porque los veranos de corchas no eran solo juego ni descanso. Eran la vida misma, el sustento de muchas familias durante décadas, un ciclo donde el esfuerzo, la ternura y la libertad caminaban juntos, dejando recuerdos que ningún tiempo podría borrar. En aquellos años, trabajar la corcha era la única salida para muchas familias de la comarca, la forma de ganarse la vida, de sostener el hogar y de mantener viva la tradición de generaciones que habían aprendido a convivir con la naturaleza y a respetarla con cada golpe del hacha.
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