Si en el mundo hay algo realmente difícil y que, sin embargo, nos sentimos preparados, es en el arte de criticar. Arte endiabladamente complejo y que se convierte en injusticia el noventa y nueve por ciento de las veces que lo usamos y en el que nos embarcamos casi a diario con total frivolidad.
Es uno de nuestros deportes favoritos. Critican los hijos a los padres, los padres a los hijos, los vecinos a los demás vecinos, los gobernados a los gobernantes, los incrédulos a los creyentes, los creyentes al Obispo de Cádiz, los españoles a los españoles, los franceses a todo el resto del mundo. No hay persona que llegue a la noche que no haya derramado ó recibido –sabiéndolo ó sin saber-, media docena de rociadas críticas al día.
Y lo curioso es que esto de la crítica se suele presentar en la actualidad no sólo como un derecho sino también como un mérito.
Una persona que viva en “postura crítica” ó que esté en el “sector crítico”, se considera ya un privilegiado.
Mantener “una actitud crítica” se considera ya como la cima de la perfección. Y, sin embargo, cuanta falsedad y mediocridad se esconde a veces en tan bonitas palabras.
Pero la crítica no es, como se piensa, decir sólo lo malo de quien se juzga, sino valorar cuánto tiene de bueno y cuánto de malo.
Muchos de los se creen críticos son simplemente diablos. Lo que hacen es acusar, calumniar, diabolizar. Es decir, destruir.
El crítico de verdad es el que juzga porque ama aquello que está criticando y porque quiere ayudar a mejorar. Critica para empujar hacia arriba. No goza criticando porque él, al criticar también se embarca en el tema. Y él también fracasaría si lo criticado no acaba mejorando.
Y en esta crítica constructiva, me duele decir como nuestra ciudad va perdiendo cada día su personalidad. La ciudad está llena de obras que vienen a ser meros chapuces, desde la Avenida de Diputación hasta cualquiera de las obras del centro en las que como mucho hay dos o tres trabajadores en ellas y una ciudad enteramente colapsada. La verdad es que da pena.
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