Llegó el verano y en los campos se oye un singular crepitar que para quien no sea campesino le puede parecer, dadas las altas temperaturas a esas horas caniculares, que hay un pavoroso e invisible incendio. Nada de eso, se trata de las cigarras que cantan. ¡Pobres chicharras! Llegó el buen tiempo y se muestran felices porque saben que esa climatología favorece que, al menos temporalmente, regresen los que emigraron, aquellos por los que lloraron en silencio cuando los gélidos fríos de un invierno les hicieron emprender el éxodo.
Triste es para todos ver como los pueblecitos pequeños van muriendo y solamente quedan quienes ya cansados y casi extenuados e impedidos físicamente no pueden emprender marcha, los ancianos, nuestros a dorados mayores, los vigilantes firmes del medio campesino. Se oye por un olvidado camino un toque singular, los cencerros de una pareja de bueyes o las esquilas de unas pocas cabras que vuelven a su majada. lo hacen solas porque ni pastor les ha quedado y quien oye ese lánguido y triste toque que contrasta con el agitado bullicio de las cigarras puede pensar que es la campana de una solitaria ermita que dobla por la muerte de alguien, en este caso de alguien muy importante que nunca debemos dejar fenecer, el medio rural.
Familias, venid a escuchar el canto de la cigarra a beber agua de la fuente que por mucha sequía que exista nunca seca, el campo. Aprovechad las vacaciones no para vivirlas lejos de vuestra cuna, volved a esa aldea que en silencio llora y se desploma con el peso de despoblación. Aunque sea verano regresad para encender la llamita poblacional. Olvidaos de playas exóticas, de sitios desconocidos que nada os aportan. En la aldeíta, en ese pueblo pequeño os esperan las riquezas más grandes, unos pocos vecinos que os quieren de corazón y unos campos que han sido hollados y cultivados por vuestros antepasados y hoy son invadidos por los cardos. Esa herencia no debe quedar comida por las zarzas y aquella casita desplomándose en el olvido por el ataque de los meteoros. La cigarra canta alegre porque os espera para que este verano vengáis a hacerle compañía. Que mejor campamento de verano para vuestros hijos que conocer in situ la vida campesina. Aunque os parezca mentira porque en la ciudad no lo oís, el rumor de ese arroyo es tan grato al alma que reconforta a todo humano.
Si, desde la más temprana edad inculcamos en nuestra descendencia el cariño por la tierra labriega, seguro que mañana, aunque sus vidas por motivos laborales discurran en la ciudad, cual golondrinas regresan porque saben que la verdadera primavera de la vida, donde de día el sol brilla y de noche la luna riela radiante, solamente se encuentra en la tranquila y serena aldea, donde habrá pocos servicios pero disponiendo de un móvil y conexión con internet sobre lo demás. Escuchemos el canto de la chicharra es un grito, de júbilo cuando llegan los emigrantes de esa Madrid, Barcelona u otros lugares y un lamento campesino cuando emprenden la marcha, un adiós que dice, sin hablar: – ¡Volved, el campo sin gentes se muere y el canto de la chicharra será lamento escatológico! Bajo la luna llena, ese gran ojo noctámbulo, haced la promesa de al campo nunca abandonar. La dependencia es mutua por eso consagremos la vida a defenderlo y la muerte a con él para siempre quedar, ahí, amigos, está la eterna felicidad.
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