Hablamos mucho y conversamos poco, porque la gente llama diálogo a cualquier cosa; a los charlataneos de las tertulias, a los insultos que se dicen unos hinchas contra otros, a las polémicas de vinagre, al cruce de frivolidades.
Yo prefiero llamar diálogo al encuentro sereno en el que dos almas se encuentran. Es decir, a eso que ya no existe. A eso que se tragó la prisa. A eso que devoró la propia televisión.
Hoy día y salvo excepciones, la pareja habla, pero no conversa. Padres e hijos discuten ó se lanzan evasivas, pero no conversan. Y esto, señores, ya no es una devaluación, esto es un auténtico suicidio.
Tengo ahora mismo una encuesta en mis manos en la que se les pregunta a los niños por sus padres: la casi totalidad de ellos tienen una misma queja: sus padres no hablan con ellos ó cada vez lo hacen menos.
Otros se quejan de que sólo ven a sus padres los fines de semana y que se dedican a limpiar el coche ó se van al futbol ó los dejan con los abuelos.
Otro chico dice que su padre siempre se queja y grita porque no puede oír bien la televisión.
Otro niño dice que su padre sería el padre ideal si tuviese buen humor y le dedicara más tiempo y así podrían reírse un poco todos los días.
Hay páginas y páginas que podría llenar con citas de los chavales en esta encuesta. Todas gritan lo mismo y no es otra cosa que la terrible soledad interior de muchos niños que creemos que son “locos pequeños” y que sólo son personas pequeñitas que tienen ya un alma que querrían intercambiar con las de sus padres.
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