El Bierzo es un gran rosal admirado,
que podría llevar el nombre
de aquel barco de la Orden denominado
“La Rosa del Temple”; son sus montes,
Manzanal, Pajariel, La Aquiana y otros tantos,
sus más bellos pétalos que conforman con sus bordes
una corola hermosa cubierta de leyendas de siglos y años.
Mirando El Bierzo, el que es nueva “Rosa del Temple”,
Doña Beatriz de Arganda,
borda sueños de amor y teje
con las agujas de sus ojos bellos las altas
y coloristas ilusiones que alas le den.
En las invernales bercianas noches,
cuando sopla el gélido viento del norte,
según cuentan legendarios juglares del orbe
en esos nevados riscos se oye
de El Último Templario sus voces
que así expresa sus contenidas emociones:
“Doña Beatriz, Doña Beatriz,
sin vuestra compañía no soy feliz
y mi alma en pena recorrerá sendas y caminos
de este Bierzo por nosotros tan querido.
No son mis ayes causados por herida de espada alguna,
Los origina un arma mucho peor y más dura,
las espinas no de este Rosal de El Bierzo,
la de no estar junto a la dama que quiero,
usted, Doña Beatriz,
pero sepa, dama mía, que mi amor por vos no tiene fin”.
Al oír estas sentidas palabras
a la joven se le taladra el alma,
aunque no es esa la intención de El Último Templario,
que solo pretende recordar que, a diario, en el limbo,
suspira por la señora y de su corazón ama.
Pasan siglos y, de la feria de Cacabelos
regresan una noche dos caballeros
montando corceles nobles y bellos.
En una curva del camino un templario se hace presente:
Esos nobles no pueden creer lo que tienen a su frente
y gritan los dos amigos:
¡”No te interpongas en nuestro camino,
fantasma maldito!”
Para su asombro el espectro templario contesta:
– “No temáis, busco el mejor pétalo de la rosa esta,
el único que preciso para volver a vivir
y que se llama Beatriz, Beatriz.”
Dichas estas verbas se hizo de pronto día,
desapareció el templario y se oyó otra voz que decía
¡”Aquí está, con vos, Don Álvaro;
en el Rosal de El Bierzo nadie cortará la flor del amor
y esa tiene palmario ejemplo en ustedes dos.”
Excusado queda que era Enrique Gil y Carrasco
quien así habló y, para asombro de los jinetes aquellos,
todos los montes bercianos se cubrieron con los colores
de la túnica de gala de los templarios
pues es la única tonalidad cromática de La Rosa de El Bierzo.
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