Cuentan, los que dicen que bien lo saben porque siguen al pie de la letra, en esta caso, la voz de la tradición oral, que, en el montículo conocido como El Arenoso, perteneciente a la finca Monte de La Torre, había un antiguo convento con un grupo pequeño de frailes que tenían en el monasterio un alfar y vivían de la venta de las piezas que allí hacían, sobre todo de su especialidad , la teja. Muchas de las viviendas de aquel tiempo tenían sus cubiertas, las pocas que no eran chozos, de ese rojizo material que ellos fabricaban en gran cantidad. También fabricaban cántaros, todos sabemos que en semejantes datas al no haber agua corriente en las casas, se necesitaban esos recipientes de barro, ambas, tejas y estas vasijas resultaban básicas en el alfar. Poseían un rebaño de cabras que cuidaba un hombre ya mayor que, recién nacido fue abandonado por su madre, dicen que una mujer noble. Una de sus criadas en una cestilla lo dejó a las puertas del cenobio y los monjes lo recogieron considerándolo uno más, dándole un trato como si fuera de la comunidad. El trabajo encomendado, desde muy joven fue cuidar ese hatillo de caprinos.
También la leche, queso y carne que obtenían de esos animales era otra notoria fuente de ingresos para las arcas de aquellos cartujanos, junto con los tributos que, en especie, contribuían los vecinos del lugar.
Así pasaban la vida cotidiana aquellos frailes, hombres consagrados a servir a Dios. Cuando el superior sancionaba a alguno por su inadecuada conducta, el castigo impuesto era irse con las cabras al monte y cuidar de ellas hasta que redimiera su pecado. Pasados los días establecidos al monasterio volvería. Entonces, el que normalmente ejercía el oficio de cabrero, quedaba ayudando al padre jardinero.
Un día uno de los monjes, un joven recién llegado a esa recolección, empezó a brillar por sus cualidades y el eclesiástico superior comenzó a tener envidia y, le levantaba falsos testimonios para que así , se aburriera y abandonara la orden. Muchas veces estaba guardando las cabras el buen joven. Todo aquel castigo era porque sabía el envidioso monje que ese joven estaba llamado a ser prior y , por sus dotes tal dignidad adquiriría .
Un día, en que estaba sufriendo uno de esos castigos recluido con las cabras en la zona conocida como Las Herrizas, vio venir a una joven con un cántaro de agua de una fuente de las muchas que hay por el lugar.
La chica le saludó con el debido respeto:
-“Buenos días, padre”
Y él, con el mismo que toda mujer merece, le respondió:
-“Hola, buenos días te dé Dios”
– “¿Cómo te llamas, joven?”
Entablaron conversación y le comentó la doncella lo siguiente:
-“Mi nombre es Arroyo. Bueno, realmente soy María pero, mi madre desde niña , como tanto me quiere, decía que me llamaría Arroyo porque con mi llegada, con mi nacimiento, entró al hogar, según ella, un torrente de dicha y fueron muy felices. No tuvieron otros hijos y son unos porqueros que viven en una pequeña casa mucho antes de llegar al convento y, como mi madre y mi padre son ya ancianos, me encargo de venir por agua y realizar otras faenas domésticas.”
La chica le preguntó:
-“ ¿Y a usted , por qué le veo muchas veces pastoreando las cabras?”
El buen religioso para no criticar a su prior le dijo:
-“Joven, soy un hermano que me gusta la vida contemplativa y me vengo a este monte para en soledad orar.”
La muchacha le pareció muy bien la respuesta del freire. Como eran tantas las veces que ese clérigo era expulsado del convento no es de extrañar que múltiples fueron los encuentros entre el religioso y la joven. El trato que se daban era solamente como hermanos. Tanto eran sus afectos que un día la muchacha le propuso:
-“Como no tengo hermanos, yo , Arroyo, quiero que seas mi verdadero hermano, el que la sangre no me dio pero me lo ofreció la vida.”
Mucho le agradó al fraile tal decisión y feliz respondió:
-“Desde hoy lo somos. Dalo por hecho”
Unos años después el prior, egoísta y ambicioso, falleció víctima de una hartada de setas que aquella noche de otoño degustó. Como llevaba una vida poco acorde con lo prescrito en su regla había abusado de alguna que otra campesina. Aquel día de noviembre, una de ellas se presentó a traerles a los frailes los muchos tributos que, en especie les pagaba. En aquella ocasión en la cesta venían unas hermosas setas y la mujer, al entregarlas al portero, dijo:
“Para que el prior eternamente las disfrute.”
Cuando le llevaron el presente al monje este mandó que le hicieran una suculenta cena y que solamente él las comería. Así fue y, al otro día, doblaban las campanas porque en su celda murió intoxicado aquel miembro de la comunidad.
Todos los monjes tenían bien claro quién sería el elegido, aunque como postulante al cargo no se presentara. Al tercer día, el nuevo prior fue el propuesto por aclamación , no fue otro que el hermano de Arroyo. Desde entonces ya no volvió con las cabras. La chica estaba preocupada y no pudiendo evitar saber de él un día al cabrero le dijo:
“Buen señor, ya no veo con el ganado a un fraile que mucho con él venía.”
El pastor le contestó:
-“No sabe la noticia, es nuestro rector”
Mucho se alegró la muchacha pero, la inundó pena tal porque ya no sabría de él y entonces, embargada con la tristeza, empezó a llorar. Cayó el cántaro y con él su cuerpo, siendo el manantial de un caudaloso arroyo que desde entonces pasaba a los pies del convento para siempre estar mirando los muros donde estaba su hermano.
Un día, el monje que no la olvidaba, salió a dar un paseo para buscarla y, al detenerse sobre un puente a mirar el arroyo tan bonito que bajo él discurría una voz le dijo:
-“Soy tu hermana, la que siempre deseó estar a tu lado, y quiero que este torrente, que antes estaba seco y hoy va caudaloso, gracias a mi persona, lo conozcan las gentes del lugar como “Arroyo del Prior”.
Emocionado el fraile así lo hizo saber y también dejó escrito que, cuando muriera, sus restos enterrados fueran cerca de la fuente de Arroyo del Prior. Transcurridas, no sabemos cuántas décadas, como le pasa a este cuento, el monje llegó a su fin y su inerte cuerpo fue llevado a hombros de los religiosos a darle cristiana sepultura en aquel lugar.
Al volver la comunidad , toda afligida por la pérdida de tan ejemplar persona, se encontró que , al llegar al sitio donde ubicado estaba el convento, nada quedaba, estaba todo cubierto por las aguas y, una voz estremecedora y sepulcral en el monte resonaba diciendo:
“ Era tan grande el humanitario caudal de mi hermano que, embalsados siempre queremos estar y yo, Arroyo del Prior , custodiar el convento mejor, el que permanecerá entre los muros de estos místicos montes.”
Nunca más se supo de la comunidad aquella; todos marcharon de aquel paraje, solamente queda un cabrero que, cada tarde recoge su ganado en el redil de los montes.
Los padres de Arroyo no volvieron a ver a su hija. Pensaron que se enamoró de aquel monje que tanto elogiaba y, para no sufrir críticas, ambos marcharon. Murieron sin saber que, a los pies de su casa tenían al prior y el arroyo que agua fresca les daba, como si por ese lecho la canalizaran para que los ancianos de esa nunca carecieran; pues los sentimientos siempre corren aunque parezcan embalsados en los corazones..
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