Diálogo de sordos


 

Hastío, no. Lo siguiente. Estoy del conflicto catalán hasta las narices. ¡Con los retos que tiene ante sí nuestra sociedad y las dificultades que afronta la humanidad en su conjunto, manda cojones que ciertos desaprensivos hayan colocado los desvaríos nacionalistas de unos, los ideales ingenuos de otros y los planes maquiavélicos de unos cuantos sinvergüenzas en el primer puesto de la agenda política, sirviéndose de la turba, que diría Cicerón! ¡Ni que fuera Cataluña el centro del Universo!

Con el panorama que se nos anuncia, la verdad, dan ganas de echarse la manta a la cabeza y quitarse de en medio. Refugiarse en un pueblecito encantador de Normandía, llamado Beauvoir, o en un paraíso selvotropical de la costa centroamericana –si mal no recuerdo– como Bocas del Toro, para aislarse y olvidarse del mundanal bullicio. Es de tal magnitud el ruido que hay que soportar casi a diario que llega un momento en que la cosa incordia. Uno es de los que creen en el don y la fuerza de la palabra para superar diferencias, salvar escollos y entablar acuerdos –en definitiva, para crear, pues, no en vano, en el Principio fue el Verbo–, pero, claro, cuando unos carecen de capacidad para entender y otros se niegan a hacerlo, resulta obvio que el consenso, por mucho que se hable, es imposible…

No es que la secesión o no de los catalanes me quite el sueño… ¡Solo me faltaba! Lo que ocurre es que ya en sí que esa posibilidad haya quien la ponga encima de la mesa, ¡a estas alturas del siglo XXI y en esta Europa en continua crisis identitaria que, no obstante, avanza a tientas hacia su unificación!, me jode.

No, no se trata de poner en tela de juicio el derecho del individuo a pensar y creer lo que estime conveniente y sentirse cómo y de donde le plazca. Se trata de poner pies en pared frente al fanatismo, la estrechez de miras y la estupidez intelectual que sostienen los nacionalismos rancios, egocéntricos, nocivos y excluyentes.

¡Entre los que estarían más que encantados con enviar a la otra orilla del Ebro una división de tanques y los que niegan la mayor, esto es la realidad de que intentar ver cumplidos sus sueños de una Arcadia Feliz e Independiente en lo que hoy es Cataluña causa más dolores que alegrías y más perjuicios que beneficios, estamos apañados! Y en medio de todo esto esa panda de jovenzuelos, y no tan jovenzuelos, que se dejan arrastrar por la natural tendencia a la rebeldía propia de los años mozos –¿quién en su día no picó en el anzuelo?– y la atracción de un romanticismo adulterado, estilo hollywoodiense, o –si lo prefieren– peliculero.

Hasta ahora había escrito un montón de veces sobre este tema tirando –eso creo– de argumentación más o menos fundada. Hoy, lo admito, lo hago ya desde el cabreo.

El problema del desafío soberanista no puede solucionarse, solo postergarse sine die. Es más, casi todo lo que se haga para solucionarlo puede incluso agravarlo. Aunque es obvio que algo se ha de hacer. Y ese algo pasa, por un lado, por el respeto y el cumplimiento de la ley y, por otro, por un diálogo, aunque sea de sordos…

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