La desconfianza en el seno de la izquierda


 

Aparte de los egos, los intereses más o menos extraños, las estrategias y los cálculos electoralistas, así como un sinfín de detalles indescifrables o inclasificables, en la praxis política hay profundas razones históricas e ideológicas que, a día de hoy, dificultan un frente común de la izquierda, particularmente en España, y sobre las que, para invitar a la reflexión, voy a aportar unas breves notas en las líneas que siguen, simplificando muy mucho.

Dichas razones tienen su origen en la escisión que se habría de producir en el socialismo decimonónico, y que se habría de consagrar en los inicios del siglo XX, tras la celebración de la Tercera Internacional, con la irrupción del marxismo-leninismo revolucionario de los más radicales, por un lado, y el revisionismo reformista de los moderados, por otro.

Pues, aunque todo eso quede ya un poco lejos en el tiempo, fruto de aquella escisión es también la división reinante en el seno del socialismo democrático actual por discrepancias notables –de grado– en torno a la eterna confrontación dialéctica sobre hasta dónde se debe primar el colectivismo ante el individualismo y la libertad ante el igualitarismo, valores todos estos que no son opuestos, y por tanto tampoco incompatibles, pero entre los que caben fricciones a veces insalvables.

Básicamente, esta división dentro del socialismo democrático se resume en dos planteamientos muy diferentes a la hora de enfrentar los problemas y las contradicciones de las sociedades occidentales avanzadas: el de aquellos –identificados en nuestro país con el PSOE– cuyo objetivo no es acabar con el sistema capitalista, sino atemperarlo, humanizarlo, desde la convicción de que ha sido el modelo socioeconómico más eficiente y que mayores cotas de progreso y bienestar ha reportado a la ciudadanía; y el de quienes pretenden sustituirlo, identificados en el caso español con una parte, y no insignificante, de la coalición Unidas Podemos, más sus adláteres y afines.

Los primeros anteponen y defienden las bondades de la democracia representativa, pese a sus imperfecciones. Aceptan como propios los postulados liberales, incluso en lo económico, aunque con matices, dado que sin estos la democracia, tal y como en la Europa de hoy la entendemos, no sería viable. Y asumen una concepción montesquiana del ejercicio del poder.

Mientras que los segundos abogan en exceso por el asambleísmo, a pesar de su más que contrastada inoperancia –el retorno a las comunas es una utopía y, como todas las utopías, nada deseable–; reniegan del liberalismo, combatiéndolo, y mantienen una concepción rousseauniana del ejercicio del poder –claramente populista–, tan estatista y totalitaria –en ocasiones– que hasta aterra.

En definitiva, dos posicionamientos dentro de la izquierda europea moderna difícilmente conjugables que, en lo que se refiere a España, están detrás de las causas de esa manifiesta desconfianza que puede llevarnos a unas nuevas elecciones generales en noviembre, si antes de la fecha límite no se alcanza un acuerdo para conformar un nuevo gobierno y acabar con la situación de bloqueo institucional en la que andamos inmersos.

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