MONTE DE LA TORRE

La maternidad no embaraza, nos ennoblece

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Tenía  diecinueve  años  me  dedicaba  a  estudiar  el primer curso   de  veterinaria  y  trabajar  en  una fábrica  de conservas  para  ir ganando  para vivir el día   a día. Mis  padres  habían fallecido  muy jóvenes,  contaba yo con  unos  doce años. Era  hija única. Me enamoré  de  un chico  con el  que  pensaba  podría  formar  una  pareja.  Quedé  embarazada  y, cuando  el ginecólogo  me lo comunicó,  llevé  la mayor  de  mis alegrías  pues  buscaba  ese  premio  para   que mi existir  tuviera  un sentido.  Pero cuando se lo trasmití a  mi novio  no mostró  entusiasmo  alguno  y, por el contrario, mostrando  cobardía  y  ningún  amor  paternal,  huyó, rompió  la  relación.  Ahora  quedábamos  mi hija y yo solas, pues  ese era  el sexo  de  la  que  llegaría  al mundo.  Como  teníamos  un techo donde vivir, la  casa  que heredé  de  mis padres,  acariciando  mi barriguita  con ternura, le dije:

-“Hija,  teniendo un padre  no sé  si lo conocerás  porque es  muy bueno  pero  no sabe  o no está  preparado  para  recibirte, a  pesar  de  eso  no te  preocupes,  tu  madre   siempre  estará contigo”.

Mi  hija  y yo, ese  bebé  querido,  iba conmigo  a  los estudios  nocturnos,  al trabajo en la fábrica.  Fue  tan  comprensiva  ella  que  pasé  un embarazo  sin grandes molestias   y   el parto se produjo  tan repentinamente  que  ni dolores  de fuertes  contracciones  me aquejaron.  Cuando estaba  en el hospital,  en el momento que me  dijeron que era madre  las lágrimas  de alegría  me  llenaron  los  ojos  pero  también se  proyectaba  una  sombra de tristeza  pensando que  mi hija  no  podía  hacer realidad  la  palabra  padre  y, conociéndole   como  le  conocía,  sabía   que  el progenitor  también sufriría, pero era  tan fuerte  su cobardía  que  no le dejaba  ejercer  la paternidad.  Tomé el auricular y  le  llamé  diciéndole:

– “Te comunico que hoy has sido padre“.

Hubo unos instantes de silencio pero luego con voz  tímida  preguntó:

– “¿En qué hospital estáis?”

Le comuniqué  el nombre  del  centro  sanitario y no dijo nada, colgó el celular.

No había pasado  una  hora  cuando  le veo entrar llorando portando un ramo de flores;  se me abraza y besándome me dice:

-“  Amor, tuve  miedo  al principio, perdona  que  no  me preocupara  antes  de  que naciera  pero  el saber   que soy padre,  que hay  un ser  que  lleva mi sangre  me  ha  dado  las fuerzas  para  decirte  que quiero  casarme  contigo  hoy mismo  pues  esta niña  debe pertenecer a  nuestra  familia”.

Grande fue mi sorpresa  y  allí,  en  aquella sala  de hospital,  a  la mañana siguiente  nos administró  el sacramento del  matrimonio   el sacerdote.  Fue una boda  muy íntima, tan  íntima  que solamente  éramos   los novios  y  un par de testigos.   

Nunca supo  nuestra hija  que en el embarazo   estuvo sin padre  pero  al llegar  a  la vida  lo recobró  y en la actualidad,  cuando ya  somos mayores,  pasados  años mi  marido me dice:

-“Amor,  me moriré  con un  gran pesar  el que   por  ser  un hijo obediente  renunciara  a  ser padre  responsable.  Fueron  mis padres,  esos abuelos  que nunca  aceptaron nuestra  relación y se  negaron  a  reconocer  ser abuelos.”

A  lo que le contestó:   

-“Ellos  se lo han perdido  pero  tú  lo  has ganado  porque tienes  una  familia, tu mujer  y tu hija, que te  adoramos. Amor, ha  llegado  la hora  de  contarle  a  nuestra  hija  esta historia   para   que nunca  sienta miedo  a  ser madre  pues  si por algo hay que luchar en la vida   es  por ser  fuente  de  la misma.  Yo quiero que  seamos  abuelos  que es  lo  más  grande  que nos queda  por vivir  y que no nos pase  como a tus progenitores  que   rechazaron  todo eso. El mundo  necesita  de  la maternidad y los padres  han  de  entregar su corazón   a  los hijos  que  vienen  a  hacerlo  exultante y grande”. 

La sangre  vieja,  la  de nuestros  mayores, merece el mayor respeto  pero,  si no demuestran  con posturas  poco  humanas, querer  y aceptar  a  la sangre nueva  no   debemos  hacerles  caso.  Los   descendientes,  los  más  pequeños,  son  los   que  el mayor amor  precisan.  Si  los  abuelos  no quieren  serlo,  los padres  no  pueden  dar  la espalda   a   quien los  ennoblece,  sus  hijos. No seamos egoístas  y  demos  la bienvenida a los que felicidad  aportan. Si haces el amor demuestra  que  lo haces  con la madurez suficiente  para  recibir la máxima  expresión del mismo,  la bonita  natalidad.  

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Opinión Pepe Pol

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