Atrapados por internet

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Ángel Tomás Herrera | Licenciado en Derecho

Todos nos hemos entregado casi sin percibirlo a las redes telemáticas y sociales de forma voluntaria. No se si fruto de la moda, de un sutil manejo social de los grandes poderes y la influencia tecnológica, o por culpa de inconfesables estímulos narcisistas y exhibicionistas, pero lo cierto es que hemos abandonado “el marujeo de patio” por un muro en Facebook o la retahíla sin fin de mensajes en WhatsAp o Twitter.

Mensajerías multiplataforma, microblogging, blogs,  tumblelog, periódicos digitales, redes sociales como Tuenti… el listado de plataformas, páginas web, invenciones tecnológicas y vías de acceso a Internet directas o a través de la cada vez más avanzada telefonía móvil, evidencian que la comunicación social ha adquirido unos niveles de complejidad y tecnología que pocos podíamos adivinar hace tan sólo diez años atrás. Pero claro, todo en esta vida tiene su cara y su cruz, y el aporte de nuestros datos personales conlleva efectos perniciosos sobre la evidente vulneración de la privacidad, del derecho al honor personal o la propiedad intelectual, incluso, si me apuran, de la vulneración del derecho al olvido, para los que ya no viven para contarlo. Alardeamos de libertad de expresión, fácil comunicación a nivel social y global, gratuidad o abaratamiento de acceso o almacenamiento de datos, pero no nos paramos a pensar que todo este maná es a cambio de perder nuestra privacidad y singularidad, de hacer pública nuestra existencia, con todo lo bueno o malo que ello conlleva. El precio siempre es caro y se refleja en la alienación de una vida prototipo, de gallina de granja intensiva, atrapados inevitablemente en la omnipresente red de Internet, incluso después de muertos.

A los problemas jurídicos sobre el tratamiento de datos personales en Internet, redes sociales y grandes proveedores, tenemos que unir el espionaje organizado e institucionalizado de nuestras vidas. El caso reciente de Snowden ha destapado hasta que punto somos espiados y controlados por las redes telemáticas. No sólo es víctima de la curiosidad ajena Ángela Merkel, sino que en el punto de mira estamos todos. Reconducidos por unas tecnologías punteras, por ese Gran Hermano que nos persigue hasta en el retrete, revelamos sin saberlo mucho de nosotros mismos, nuestras intrincadas personalidades, preferencias, esos gustos inconfesables. Mensajes, comentarios, imágenes, compras, videos… nuestro acceso a Internet sirve no sólo al espionaje o al alcahuete de turno, sino a muchos de esos grandes proveedores digitales que todos conocemos: Google, Facebook, Microsoft, Apple, etc… que han hecho de la información su negocio.

A nivel mundial duplicamos la información en la red cada dos años, de ahí que la capacidad de procesamiento de los ordenadores y otros dispositivos tenga que aumentar cada vez más deprisa. Avanza la tecnología al compás del espionaje, la venta y compra de información y la cotización bursátil. Nuestros datos se han convertido en moneda de cambio, desde la multa de tráfico hasta la última fotografía que colgamos de las vacaciones. Estos “big data” son la base estratégica de negocio de muchas compañías. Así por ejemplo Amazón o Netlix tienen un porcentaje enorme de ventas y pedidos que vienen de las recomendaciones de los usuarios. Por otro lado, han surgido compañías que obtienen pingües beneficios con el marketing y los resultados estadísticos. Este tipo de empresas se dedican a mercadear con nuestros datos personales, recogiéndolos de Internet con nuestro consentimiento o no, y vendiéndolos al mejor postor. Así, por ejemplo, cada vez que los usuarios registran las aplicaciones para “smartphones” y comparten en Facebook sus sesiones de “running”, estas empresas intermediarias convierten estos datos brutos en información relevante para que las grandes marcas sepan cuándo, dónde y a quién mostrar el anuncio del último modelo de sus zapatillas deportivas o ese tratamiento facial ultra novedoso.

Todo esta estudiado, y las mimbres de toda esta trama los damos nosotros mismos sin saberlo. Cada dos días una única compañía obtiene y almacena una cantidad de datos equivalente a todos los libros escritos en la historia de la humanidad, desde que se tienen registros. Los usuarios de redes como Facebook comparten más de diez millones de fotos cada hora y hacen clic en el botón “Me gusta” o insertan un comentario casi tres mil millones de veces al día, mientras que en buscadores como YouTube o Google se sube más de una hora de vídeo cada segundo. El proceso de información y comunicación está adquiriendo proporciones tan complejas como las fases de elaboración protéica en biología molecular. Por eso a nadie le debe extrañar que compañías como Twitter registren más de 400 millones de mensajes diarios y que además recaude millones de dólares, cotizando en la Bolsa de Nueva York.

El aterrizaje de estos colosos de la red social en Europa está haciendo chirriar los cimientos de las legislaciones comunitarias de protección al consumidor y usuario. En España, cada vez son más las reclamaciones sobre vulneración de privacidad y derechos que está recibiendo la Agencia Española de Protección de Datos. En diferentes países europeos se está mirando con lupa la actuación de estos proveedores y compañías. Ejemplo cercano lo tenemos con Francia, donde su Comisión Nacional de Informática y Libertades acaba de sancionar con 150.000 euros al gigante norteamericano Google, por negarse a adecuar su política de confidencialidad a la normativa francesa. Hasta tal punto se está avanzando sobre estos temas, y se es consciente de su problemática, que el Parlamento Europeo está en estos días ultimando una nueva legislación que restrinja el uso que hacen las empresas de la información personal con fines comerciales, especialmente a través de Internet. La actual Directiva de Protección de Datos de 1995 se ha visto obsoleta, por lo que es intención de la Comisión europea aprobar un reglamento actualizado y resolutivo antes de las elecciones comunitarias de mayo.

Con el nuevo reglamento comunitario se pretenden abordar el derecho a la supresión y borrado de información personal, la obligación de disponer de autorización explícita para utilizar datos personales o los límites a la elaboración de perfiles que sirvan para predecir el comportamiento de una persona a través análisis automatizados de sus datos, así como multas para aquellas empresas que infrinjan las normas. Nos enfrentamos a un gran reto, porque los problemas y contenidos son amplios y cada día nuevos. Mientras el lobby de turno presiona para vaciar de contenido la normativa, a todos nosotros no nos queda otra que asumir que formamos parte de un negocio en el que somos convidados de piedra. Cada vez que le damos a una tecla alguien sabe de nuestras acciones y pensamientos, y no sólo precisamente nuestros familiares o amigos. Por mucha precaución que tomemos a través de cortafuegos, antivirus, contraseñas, programas criptográficos, navegadores actualizados y demás dispositivos, que no nos quepa la menor duda que siempre seremos espiados. Las compañías del negocio telemático lo saben todo porque se lo contamos, y lo que no les contamos lo sacan a través de otras vías desconocidas para el profano, como ocurre con las cookies que se instalan en los dispositivos de los usuarios y permiten rastrear las webs que visitan, en ocasiones sin pedir su consentimiento. A través de esta monitorización, las empresas asignan una identidad digital a cada internauta para saber qué buscamos, qué compramos y en qué sitios web, qué contenidos digitales nos gustan, a quíenes votamos, cuál es nuestro pensamiento o tendencia sexual y cuáles son nuestras relaciones personales. Manipulación en toda regla, incluso después de fallecidos.

Los datos personales nos atrapan en la red de Internet en vida y en muerte. Se calculan miles y miles los datos personales de usuarios ya fallecidos que aún circulan por el espacio cibernético. Entar en Internet es fácil, pero salir cuesta en ocasiones mucho más, incluso años. Cuando nuestra huella terrenal haya desaparecido, nuestra vida digital seguirá siendo un hecho. Redes sociales como Facebook prevé una pérdida anual de más de 1,7 millones de usuarios por fallecimiento, de los más de 600 millones que tiene en todo el mundo. Las redes sociales son siempre reacias a dar el número de bajas, tendiendo a mantener la vida cibernética después de la muerte. Habitualmente se puede intentar el borrado total de datos, incluso vía reclamación administrativa o judicial, aunque cada vez son más los que prefieren blogs in memoriam o muros testimoniales, como homenaje a aquél o aquélla que ya no está para responder a nuestros mensajes. Los datos personales de los que ya no están para decidir es otro caballo de batalla que tendrá que afrontar la nueva legislación. Mientras, compañías como pervive.com y otras, han hecho de la memoria de los seres queridos y su recuerdo un incipiente negocio de más de 35.000 usuarios de 99 países distintos.

Cuando la parca nos visite y de nosotros no queden ni las cenizas, siempre pervivirá en la memoria colectiva de las redes nuestra imagen, voz y pensamientos, flanqueados por flores que nunca se marchitarán y velas que jamás se apagarán. Como el fulgor de las estrellas que han muerto hace millones de años, nuestra luz pervivirá por mucho tiempo en la red de redes: Quién dijo que no existe vida después de la muerte, cuando viviremos eternamente atrapados en Internet.

Aquel que tiene un porqué para vivir se puede enfrentar a todos los “cómos”.

Friedrich Nietzsche (1844 – 1900) Filosofo alemán.

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