En sepia, por J. M. Ramírez

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Cuando sentimos que lo que nos queda por vivir no superará en tiempo a lo vivido nos inunda la sensación de defender el recuerdo buscando lo realmente válido, o como diría un informático, tenemos que desfragmentar el disco duro y liberar espacio de archivos innecesarios para optimizar la memoria. En esta situación me encuentro y por ello quiero comenzar la archivación de datos históricos creando una base de datos que se me antoja de color sepia ya que los 32 bits vinieron con la invasión tecnológica lejana en el tiempo a mi infancia.

Es curioso, puestos a recordar, que sean los olores los que más rápidamente fluyen; quizás sea porque la naturaleza me dotó de napia superlativa o bien porque los ojos lagañosos de los setenta solo percibían los tonos pardos contrastando sobre el blanco pueblerino.

Cada estación tenía su olor, por ejemplo el invierno discurría impregnado de tiza, picón e incienso.

La mañana la ocupaba el colegio; el San Isidro. Recuerdo un colegio donde los únicos coches que llegaban eran algún SEAT 850 o el Simca 1000 de aquel que se hacía acompañar de una tortuga de tres mil años de edad y decía haber perdido el pelo por causa de la velocidad de su moto; Don Antonio Arroyo. Los 70 nos trajeron jóvenes maestros que en verano vestían el caqui de alférez de complemento; nos trajeron de Ceuta , junto a sus guitarras, las primeras clonaciones humanas ya que, como fruto de su buen hacer, hoy comparto generación con un buen número de maestros. Nono y Pepote.

Las tardes lluviosas las pasábamos haciendo los deberes con las piernas cubiertas por el paño de la mesa camilla hasta que llegaba Padre después de las dilatadas jornadas laborales huérfanas de convenios colectivos. Una oca descolorida o un parchís mecánico al que siempre se le salía el muelle de mover el dado nos ayudaba a entrar en la noche no sin antes buscar los pelillos de cobre por si la tormenta fundía el fusible, lo que siempre ocurría.

La noche era corta, tras la escasa emisión del televisor y sacar la copa al patio nos íbamos al dormitorio compartido con el abuelo y escuchábamos alguna historia de Alhucemas mientras, de fondo, nos llegaba el himno nacional y el crujir al enfriarse las lámparas del moderno Vanguard.

Con la llegada de la primavera y el verano cambiaban los olores; nos llegaban el azahar, el salitre y el jazmín. En las mañana del verano también estaba presente el abuelo. A mediados de junio construía un chozo de cañizo junto al paseo, hoy de la Constitución, y vendía sandias y melones. Ahora se me antoja rudimentario el proceso de apertura del establecimiento pues se limitaba a pedir permiso al municipal de turno y esperar respuesta tras consultar a la autoridad civil; hoy en día se continua con el mismo sistema pero la comunicación del echo y la respuesta autoritaria se llama expediente y se engrosa de unas cuantas decenas de certificados y de la aportación correspondiente a las arcas municipales.

La tarde, no todos los días, la pasábamos en la playa. Recuerdo el viejo y atestado SETRA SEIDA en el que Paco Puerto nos llevaba a Palmones. No se me olvida como, mientras las madres pagaban los billetes, a los niños nos metían por las ventanas para ocupar los asientos. He dicho madres pues los padres, también en verano, continuaban con sus interminables jornadas; la jornada intensiva estaba a años luz.

La noche era maravillosa, la pasábamos recorriendo las calles del pueblo con juegos basados en bandos opuestos donde la velocidad a veces te libraba del vergajazo de una fina vara de adelfa; aquí tengo que decir que tampoco la velocidad ha sido una de mis cualidades y que alguno de los pliegues de mis piernas no se deben al paso de los años.

La necesidad urgente de cumplir 14 años era palpable en los rostros de todos los amigos cuando nos acercábamos a la cartelera del cine y veíamos a Nadiuska; con 14 podíamos pasar por taquilla y ser testigo del escueto vestuario del cine de los 70. A veces la tardanza con la acetona, para pegar las roturas en la cinta conllevaba el enfado de los asistentes y las sillas de tijeras volaban como fin de fiesta.

En fin, aquí queda la entrega de mi primer archivo. No se cuantos megas ocupará en mi portátil pero estoy seguro que al descomprimirlo aparecerán innumerables escenas ocultadas por el virus cuyo único antídoto es el compartir el contenido con los demás enganchados en la red generacional.

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