La inutilidad del ser

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José Antonio Ortega Espinosa | Periodista y escritor

El pasado domingo, viendo el programa de televisión Cuarto Milenio, me enteré de una noticia relacionada con la ciencia que me llamó mucho la atención. Parece ser que destacados investigadores pertenecientes al Instituto de Física Teórica de Toronto (Canadá) han realizado un muy insólito descubrimiento. Antes del Big-bang (la gran explosión) que dio lugar a este universo tuvo que existir otro. Pues sólo de este modo –aseguran– se puede explicar el orden/desorden por el que se rige éste que ahora habitamos.

Claro que por esa misma regla de tres podríamos sospechar también que antes del universo que precedió al actual hubo otro. Y así indefinidamente. Es decir, que es más que probable que nunca hubiera un principio. Y, por tanto, que es igualmente probable que jamás haya un fin. Dado que no puede haber terminación sin comienzo y comienzo sin terminación. En definitiva, lo que más o menos venía a sostener mi abuela hace más de 30 años. Y conste que no tenía la mujer ni la más remota idea de conocimiento científico ni nada por el estilo.

De ser cierto y demostrable, eso que dichos investigadores ahora afirman podría tomarse como una prueba de que la concepción circular de la realidad y de la vida, tan antigua casi como la propia humanidad, no estaría en absoluto mal encaminada. Todo está hecho de la misma sustancia. No hay un punto de partida ni de llegada. Con permiso de Einstein, más que dimensiones distintas pero interrelacionadas de la realidad, el tiempo y el espacio constituyen una sola y única dimensión. Nos encontramos ante “el eterno retorno de lo mismo”, que diría Nietzsche. O, dicho en castizo, el cuento de nunca acabar.

En contra de lo que generalmente se piensa, carece de importancia saber de dónde venimos y hacia dónde vamos. Lo verdaderamente importante en sí es lo que hagamos o dejemos de hacer por el camino.

No hay un por qué ni un para qué. Es más, sería harto ridículo que los hubiera y, lo que es peor, me temo, además, que sería decepcionante, si no deprimente. Cosa en la que estoy prácticamente de acuerdo con Stephen Hawking, quien, por cierto, razón sobrada tiene el hombre para estar –perdóneseme la maldad– más que decepcionado y deprimido.

El ser es una obra de arte en sí misma. Pero una obra de arte anónima, o, si lo prefieren, fruto del azar, a la que tan absurdo resulta atribuirle un objetivo como no atribuírselo.

Lo vengo diciendo desde hace bastante. Y no es que yo sea ningún gurú, ni nada que se le asemeje. ¡Qué más quisiera! El sentido de la existencia no es otro que la existencia misma. El secreto –me lo repito como un mantra casi a diario–, estar entretenido.

Entretenido, sí, pero lo justo y necesario. La clave, eso creo, procurar causar el menor impacto ambiental negativo a nuestro alrededor, el menor daño posible, y si es ninguno, mejor que mejor. Por si acaso. Por si acaso hay quien nos observa… Ustedes ya me entienden.

Visto lo visto desde el Paleolítico, o desde mucho antes, hasta hoy, lo de que nos amemos todos los unos a los otros como que todavía nos viene un poco largo, aunque estamos en ello.

Con no darle alas al mal ya hacemos bien. Por lo demás, que cada uno se lo monte como sepa o pueda. Que es digamos lo que está haciendo un servidor al contarles todo esto.

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