La logarítmica sombra de las caracolas, por A. Tomás


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Permítanme lectores que les hable en voz alta, como hizo Ulises atado al mástil de su barca, mientras escuchaba los sugerentes cantos de las sirenas que pretendían devorarle. La sociedad en la que vivimos, los días que llenan nuestro tiempo, se tornan grises, lacónicos y convierten en pusilánimes a los hombres que se creían más fieros. Toda nuestra estructura social está tomando un preocupante cariz escamoso y desesperante que nos recuerda a ese gigantesco Leviatán que tiraniza nuestra existencia, ese monstruo del que ya nos hablaba Thomas Hobbes al explicar el origen del Derecho y el Estado. La crisis económica y moral que padecemos carcome nuestros cansados huesos y acrecienta, si cabe más aun, “la guerra de todos contra todos”. Las ínfulas de la vanidad y la hipocresía generacional hacen más evidente que nunca la lapidaria frase hobbesiana de “el hombre es un lobo para el hombre”. Odios que nacen de la necesidad y necesidades que engendran odios, y la ignorancia supina y la mediocridad presidiendo todo; crisis de crisis que provocan autismos severos que coartan el futuro de tantos. Que va a ser de todos nosotros si persistimos en nuestras discusiones bizantinas, si seguimos sin darle valor a lo que realmente tiene valor, si seguimos con esta mugrienta venda sobre los ojos.

Habría que despertar de este mal sueño y cortar de un tajo la cabeza de esa figura grotesca que preside nuestras vidas. Estamos castrados de ilusiones, ya no corre sangre por nuestras venas. Ese esperpento jamás figurado por Valle Inclán nos diluye en ese caldo espeso y oscuro en que se ha transformado nuestra sociedad caótica y performance, que no nos deja ser nosotros mismos, que nos idiotiza. Nos hemos olvidado de quienes somos, la losa del desempleo, la traición, la incompetencia, la especulación, la actuación política y el vampirismo bancario están ganando poder hasta hacernos añicos y cómplices de un Régimen del miedo. Autómatas de una “generación ni ni” cuya máxima preocupación es la despreocupación por todo.

Con mis palabras quisiera decirles que aun no está todo perdido, que a pesar de esta agonía no debemos desesperar porque siempre existe una luz al final del túnel. Dentro de cada uno de nosotros yace dormido ese atávico deseo animal, pueril y noble, grácil cual hoja que mueve el viento, potente como el acero. Como nos recuerda mi admirado Manolo García, mora en nosotros ese recuerdo que relumbra en los hocicos de las bestias, que calman su sed junto a nuestra antigua sed, en nuestro sueño de verdes acequias. Aunque hemos dado la espalda al canto de los grillos, a esa vida primigenia que insufló nuestros pulmones, ese don es lo único que quizás al final nos quede, el ser como siempre fuimos y no debimos dejar de ser, el tener un alma de papel y alambre.

La Libertad, cautiva y prostituida, sólo vive en nuestros corazones y como decía Hume “nada es más libre que la imaginación humana”. Que razón tenía Rousseau, “el hombre nace libre y en todas partes se encuentra encadenado”, y ahora que liberado forzosamente de mis cadenas, dejo atrás las sombras chinescas de esa alegórica caverna platónica, me dirijo hacia la luz, adentrándome por olvidados caminos de herradura, que mueren en veredas dibujadas entre retorcidos enebros y pinares asfixiados por dunas. Paisajes evocadores de la Costa de la Luz que alumbran mis pensamientos, en ellos siempre halle sosiego y reflexión. En sus misteriosos rincones encontraréis esos raros ingredientes del Bálsamo de Fierabrás, panacea que remienda los adentros, sin llaves a las puertas del instante floral, sin preocupaciones de ordalías inventadas por zotes. Istmos que nos llevan a la Isla Utopia de Tomás Moro, antesala feraz de las columnas de Hércules.

Allá, en esos lares fecundados de vida por Ceres, perfumados de genistas, zullas y lirios, uno se siente como un David Livingston en busca de su terra incognita, como un hoplita urbano recorriendo senderos que conducen siempre a ese Mare Nostrum asaltado por el Océano desconocido. Un Mar de las Calmas al sur del sur donde uno se siente por instantes ese buen salvaje de Rousseau, desnudo de ropajes, libre de perjuicios. Hollando la nívea arena de la inmensa playa, en mis tímpanos bulle susurrante la canción On the Beach de Chris Rea. De la mano de Circe, como un funambulista recorro la orilla cambianta. Las mareas vivas han sembrado toda la franja de arena de una pléyade de velellas, que baradas por miles, yacen inertes como pequeñas galeras romanas. Orillas de espuma de mar, salpicadas de moribundas caracolas, algas pardas y violáceas jantinas, que en su pelágica existencia, exhalaron su último aliento sobre las arenas del plenilunio nocturno. Estructuras de cal trenzada y forma geométrica que esconden la gruta del sonido, reposan sin vida sobre pálidas arenas, como runas recordatorias de mejores tiempos. Sobre sus esqueletos elípticos, miríadas de vivaces cicindelas de acrisolado aspecto e iridiscentes destellos, revolotean apurando su frenético cortejo. Liliputienses seres de efímeras existencias que rodeáis mi cuerpo tumbado en la arena, como si de un Gulliver naufragado se tratase, en estas salvajes costas que conocieron las escaramuzas de las tropas moras de Tariq ibn Ziyad.

Créanme lectores si les digo que los paraísos perdidos aun existen, que están más cerca de lo que todos imaginamos, y no hay que ver, hay que observar. Como aseveraba Milan Kundera en La Insoportable Levedad del Ser, “la nostalgia del paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre”. En este siglo de cambios, las personas se encuentran huérfanas de imaginación e ilusión, perdidas en ese limbo inventado por San Alberto Magno, ateridas por el escalofrío de un terror milenarista. Desde este universo natural, clavado en las arenas como un estoico moai de piedra ostionera, quiero recordar a tantos que dudan en sus dudas, que no están solos, que como decía Federico García Lorca “el más terrible de los sentimientos es el sentimiento de tener la esperanza perdida”. La clave para superar nuestras dificultades está en nosotros mismos, todo está regido por la catarsis de lo posible. Como recordaba Hemingway en El Viejo y el Mar, al abordar la metáfora de la felicidad y el desafío personal, “un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”. La vida nos enseña que siempre habrá muchos tiburones a los que vencer, y aunque de nuestra lucha externa e interna sólo sea testigo la mar, siempre nos quedaran las cicatrices que nos recuerden las afrentas y ese gran espinazo descarnado del pez que pescamos con nuestra perseverancia, que no es otro que nuestro anhelo de Felicidad.

Como afirmaba Francis Bacon “el hombre no es sino lo que sabe”, y yo añadiría también “lo que siente”. Sentir el pálpito de la vida, encontrarse a sí mismo acurrucado a las sombras logarítmicas de las caracolas, asombrado niño filósofo, deslumbrado por las porcelanas elípticas, por la curiosidad del saber. Recuperar ese ancestral aliento que nos hace humanos, la empatía hacia el prójimo, el alma dibujada sobre las cavernas, son las fórmulas que nos pueden librar de este pegajoso caos que como un Polifemo amenaza nuestra existencia. El día torna a su fin y ya es hora de retirarme con mi yelmo a la lucha diaria contra los molinos de viento. Despeinado por el sempiterno levante, regreso de mi Monte Sinaí para encontrarme de nuevo entre los adoradores del becerro de oro. Por la senda perdí los divinos mandamientos, allá donde voy hace tiempo que se han olvidado de ellos, pero aun conservo el olor del salitre sobre mi piel. Las diosas Hespérides ya han desplegado la áurea luz del ocaso y los colores de L´été indien de Joe Dassin se entremezclan con el rumor de las olas en mi corazón. Renovado de espíritu, bautizado de miedos, retorno sobre mis pasos, vestido de recuerdos y con las manos llenas de caracolas, las mismas que obsesivamente coleccionó e inspiraron al poeta Pablo Neruda.

” Nosotros, los perecederos, tocamos los metales,

el viento, las orillas de los océanos, las piedras,

sabiendo que seguirán, inmóviles o ardientes,

y yo fui descubriendo, nombrando todas las cosas :

Fue mi destino amar y despedirme.”

( Aun ? Pablo Neruda ).

* Dedicado a todos los que aun conservan un alma de esponja y la infinita curiosidad del niño que llevan dentro.

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