La Noche de los Cristales Rotos


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Ángel Tomás Herrera | Licenciado en Derecho

Berlín, mayo de 1933, las Juventudes Hitlerianas queman miles de libros. Cinco años después, en la llamada “Noche de los Cristales Rotos” – 10 de noviembre de 1938- el fanatismo nazi se vuelve contra las personas y sus propiedades, asesinándose a 91 judíos y arrestando a 30.000 más, que acabarían sus días en campos de concentración.

“Ahí donde se queman libros se acaba quemando también personas”. Con esta frase lapidaria se refería el escritor alemán Heinrich Heine a la quema pública de libros del Corán, durante la persecución del hereje árabe y judío llevada a cabo por la Inquisición española, desde 1231 hasta su abolición definitiva en 1834. La frase, entresacada de las páginas de su obra “Almanzor” – 1821, resultó profética un siglo después, ya que las obras de Heine – junto con miles de volúmenes de otros autores – serían quemados por los nazis en las plazas principales de las más importantes ciudades alemanas.

Millones de páginas se han escrito y se escribirá sobre el genocidio nazi, pero muchos olvidan que antes de la destrucción de la persona, la clase o la raza, antes del elitismo y las ideologías que alimentan el “super hombre”, el crimen enmascara su premeditación y alevosía con la eliminación progresiva y sistemática de la memoria, de la palabra escrita. El “bibliocausto” nazi se inició con las primeras quemas de libros en mayo de 1933, sirviendo de prólogo a la matanza que vendría después. Las hogueras de libros inspiraron los hornos crematorios de los campos de exterminio que se estaban proyectando. En total más de cinco mil títulos, entre los que se encuentran las obras de autores como Sigmund Freud, Karl Marx, Thomas Mann, Marcel Proust, H. G. Wells, Jack London o Alfred Döblin, formaron parte de la larga lista que el régimen nacionalsocialista condenó a la hoguera. Desde 1933 la quema de libros marcó el inicio de la censura y la persecución cultural del régimen germano. Por ello a nadie extraño entonces que se buscara un chivo expiatorio en la comunidad sionista y que las tiendas de los comerciantes judíos de Berlín y otras urbes, amanecieron destrozadas durante los días 9 y 10 de noviembre de 1938, en la llamada Kristallnacht – Noche de los Cristales Rotos.

Las autoridades alemanas, envenenadas por la propaganda radical y descontentas con la profunda crisis que vivía Alemania, habían hecho la vista gorda, mientras las fuerzas de asalto SA y fanáticos de la ultra derecha destruían a martillazos los escaparates de las tiendas judías y quemaban sinagogas o asesinaban a 91 judíos y arrestaban a 30.000 más. Aquellos disturbios radicalizaron más las acciones de Adolf Hitler, en su programa de exterminio programado, que costaría la vida a seis millones de judíos.

Ahora con la conmemoración de los 75 años de la Kristallnacht, no podemos olvidar lo deleznable del acontecimiento histórico. El Holocausto nos ha enseñado la peor y más descarnada cara del ser humano, pero también evidencia algo que es tónica en la Historia, y es que la quema de la cultura siempre ha precedido al derramamiento de sangre, desde el siglo III a. de Cristo con la quema de más 700.000 manuscritos en la mítica Biblioteca de Alejandría, hasta las quemas programadas de libros en 1976 por las autoridades argentinas o el bombardeo en 1992 de la Biblioteca Nacional de Bosnia y Herzegovina, en Sarajevo, donde se destruyeron dos millones de volúmenes – entre ellos 155.000 obras raras, perdidas para siempre.

Nuestro país también tuvo su quema de obras literarias, primero, de la mano de la Inquisición, después, a través de la represión franquista. Quizá muchos no sepan que emulando las gestas nazistas de 1938, el 30 de abril de 1939 se quemaron públicamente centenares de libros en la Universidad Central de Madrid por iniciativa de la Falange. Aquel llamado “auto de fe” celebró el Día del Libro condenando a la hoguera un listado amplio de autores “enemigos de España”, entre los que se encontraba Sabino Arana, Lamartine, Freud, Marx, Rousseau o Voltaire, entre otros. En palabras de Antonio Luna, a la sazón Secretario Nacional de Educación, encargado de aquella heroicidad : “Para edificar a España una, grande y libre, condenamos al fuego los libros separatistas, los liberales, los marxistas, los de la leyenda negra, los anticatólicos, los del romanticismo enfermizo, los pesimistas, los pornográficos, los de un modernismo extravagante, los cursis, los cobardes, los seudocientíficos, los textos malos y los periódicos chabacanos”.

La represión franquista, que dejó más de 88.000 muertos por las cunetas de nuestros pueblos, también quiso hacer sangre con la eliminación programada y sistemática de la memoria escrita de los vencidos. No sólo había que hacer desaparecer a la persona y su patrimonio, también debían borrarse las ideas y la memoria popular con la ayuda del “fuego redentor”. Baste recordar que sólo a los seis días del golpe de estado contra el gobierno republicano, se formó la llamada Junta de Defensa Nacional, para gestionar el territorio ocupado, creándose en enero de 1937 la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda, desde donde se emitirían órdenes para destruir miles y miles de libros en todas las bibliotecas y editoriales españolas. Ni María Moliner – una de las máximas responsables por entonces del servicio de bibliotecas durante la guerra en Valencia y autora del Plan de Bibliotecas Públicas de 1938 – se salvó de la censura franquista y las purgas que se extendieron como el fuego durante la posguerra.

La historia de la humanidad está plagada de ejemplos que nos enseñan que el humo de la memoria precede a los cuerpos carbonizados. Con todo lo execrables que nos parezcan estos crímenes eternos, no aprendemos, volvemos a mostrar la faz homicida, siempre tropezamos con la misma piedra de Caín. Hemos olvidado, como recordaba Emerson, que en la noche de los tiempos, “cada libro quemado ilumina el mundo”. Guiados por esa luz, queriendo hacer evidente el ayer, hoy bajo los adoquines de la antigua Plaza de la Ópera de Berlín, muy cerca del edificio principal de la Universidad Humboldt, yace la llamada “Biblioteca sumergida”, frágil como la vida, llena de suficientes estantes como para albergar 20.000 volúmenes. Sin embargo, sus blancas repisas permanecen vacías, tan solitarias como las literas de los barracones de Auschwitz; ausentes de libros y cuerpos, de vida. Monumentos honoríficos y ruinas olvidadas, testigos mudos de aquellos aciagos días, que nos recuerdan cuan vacía y destructiva puede llegar a ser la locura fanática y la guerra.

No hay nada que celebrar cuando aún seguimos disparando y rompiendo cristaleras en cada rincón de este planeta azul; cuando la opresión y el sufrimiento siguen siendo la noticia diaria. Recordemos el suceso histórico como una advertencia, pues las crisis económicas suelen engendrar monstruos y nunca estamos exentos del peligro de avivar los fantasmas del pasado. En esta historia de víctimas y verdugos, quizá al final, como decía Bertolt Brecht, “el regalo más grande que le puedes dar a los demás, es el ejemplo de tu propia vida”.

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