La parte contratante de la primera parte


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José Antonio Ortega | jaortega@jaortega.es - www.jaortega.es

Lo he comentado en alguna que otra ocasión, aunque creo que nunca por escrito. Siendo intelectualmente honesto y riguroso, he de decir que no estoy en contra de la potestad legítima de los pueblos –todos los pueblos– para disponer sobre su futuro, ni puedo estarlo. Si lo estuviera, entraría en contradicción con mis más profundas convicciones democráticas. Ahora bien, eso no significa que yo esté de acuerdo con la convocatoria de la consulta catalana –creo que sería mejor evitarla– y mucho menos con la independencia de Cataluña, que es sobre lo que deseo pronunciarme en las líneas que siguen.

Es verdad que en el plano de lo jurídico existe un interesante debate sobre la definición de soberanía y sobre su indivisibilidad. En realidad, y en esencia, el mismo interesante debate que ha animado la teoría del estado desde que la política es objeto de estudio de las ciencias sociales. Aunque, respecto a la cuestión que nos ocupa, se trata de un debate algo tramposo. Tan tramposo, al menos, como el suscitado en torno al concepto de nación. Y en lo que se refiere al asunto de la legalidad se puede afirmar otro tanto.

Entre otras razones, porque de lo que hablamos no es de que una parte de España pretenda dirigir el destino de toda España, como erróneamente se dice, sino que de lo que hablamos es del hecho de que una parte de España aspira a dirigir su propio destino. Independientemente de que sea obvio e innegable que todo lo que le ocurra a esa parte tenga consecuencias para el resto, como de hecho las tiene.

Así que, en mi modesta opinión, nada de lo que se pueda argumentar esgrimiendo tales bazas, esto es, la discusión en torno a la soberanía o la tesis de que las partes son el todo y el todo son las partes, logra dejar K.O. el postulado de los nacionalistas, por mucho que se consiga ponerlo en entredicho.

A mí, no obstante, lo que más me sorprende del asunto es que haya quien defienda que no se haga prácticamente nada para abordar el que hoy sí que debe ser llamado “problema catalán” sin necesidad de recurrir a eufemismos. Lo que más me sorprende, insisto, es que haya quien se oponga a la apertura de algún tipo de negociación entre la Generalidad y el Gobierno de Rajoy, no ya desde sectores de opinión situados en la periferia de la derecha, sino incluso –y he aquí lo preocupante– desde sectores cercanos al ejecutivo. Como si estuvieran esperando que el conflicto desatado se solucione por sí solo –el escándalo de los Pujol no va a tener el efecto que algunos se piensan, sino más bien todo lo contrario– o como si tuvieran asumido que la única respuesta al órdago secesionista de los catalanes es, al final, el recurso al uso de la fuerza, cuando toque.

Propuestas federalistas aparte, con las que por cierto comulgo, es probable que el problema no tenga solución definitiva ni lo suficientemente duradera. O quizá sí. Aunque, de todas maneras, resulta evidente que toda salida honrosa pasa por el diálogo y que otra vía sólo terminaría siendo más costosa, más traumática y nada efectiva.

En cualquier caso, lo que también está claro es que el razonamiento centrado exclusivamente en el derecho a decidir puede o podría conducir a situaciones que rayan en lo absurdo.

No ha de olvidarse nunca que la parte que aspira a emanciparse de un todo mayor también está dividida a su vez en partes más pequeñas y que cada una de estas partes más pequeñas puede a su vez en cualquier momento aspirar a su emancipación de la parte más grande amparándose en dicho derecho.

Conclusión ésta que el señor Mas tal vez no, pero cierto señor Marx, si viviera, seguro que compartiría conmigo.

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