Oh poderoso dios Min, por A. Tomás

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Cuenta la leyenda que hace miles de años en el Antiguo Egipto se produjo una gran guerra, tan dura y larga, que necesitó de todos los hombres del Reino, incluido el propio Faraón. Todos los hombres salvo Min, que era manco y al no poder sostener a un tiempo la espada y el escudo era poco útil en el frente. En los albores de la humanidad, los hombres marcharon a sabiendas de que podrían no volver, despidiéndose de sus familias, tierras y gentes. La guerra se atisbaba duradera, por lo que el Dios Ra le reveló a Min que si no se entregaba al fornicio con las mujeres de Egipto, morirían sin descendencia, ante una más que segura muerte de sus maridos. Fiel al mandato divino, Min dedicó cuerpo y alma a esta ardua tarea de fricción, de tal forma que tras un año de duro trabajo, casi la totalidad de las mujeres egipcias se encontraban embarazadas. Pero como pasa en la mitología, las previsiones divinas fallaron y los hombres retornaron, viéndose ultrajados al encontrar a prácticamente todas sus mujeres preñadas. Recurriendo al Faraón, solicitaron la muerte de Min como pena ejemplar, salvando finalmente aquél la vida gracias a las revelaciones de Ra. Aún así, no se le dejó sin castigo, y se le amputó una pierna. Desde entonces, el mutilado Min se entronizó como dios de la fertilidad en Egipto, extendiéndose su poder fálico y fértil desde su primer santuario en Koptos hasta los pueblos vecinos e imperios coetáneos.

No se sabe si por uso o nacimiento, lo cierto es que Min era portador de un enorme pene, por lo que desde el primer momento se le representó como un hombre momiforme e itifálico, que elevaba su único brazo sobre la cabeza sujetando un flajelo símbolo de poder, siempre con el falo erecto y haciendo equilibrio con su pierna. Divinizado entre muchos por mineros y caravaneros, personas de rudas vidas, se le denominó Min, el Hombre de la Montaña, y en diferentes periodos se representó con otras formas, como la de un león de gran cabeza o un toro blanco, acogiéndose a otras acepciones, siempre relacionadas con la fecundidad, como la de “toro de su madre”, que en su origen era presumiblemente un título del sol que renacía cada mañana de la diosa-cielo, a quien él había fecundado durante la vigilia.

Este mito del “gran follador”, del “hombre trípode” por excelencia, se pierde en la noche de los tiempos, y aún perdura en el Egipto actual. La gente de aquellos lares conoce la leyenda y saben que el secreto del gran cipote no se debe a una cuestión de testosterona ni fuerza divina, sino al poder del color verde. Sí, y digo del color verde porque ya desde la época predinástica, los egipcios simbolizaban la fertilidad con dicho color. Tal era la obsesión por el verde, que las estatuillas del Dios Min, en vez de ser de basalto negro ? como las que se venden hoy a los turistas ? procuraban hacerse de la rara piedra verde, colocándose en las salas de los hipogéos, cuyas paredes se pintaban de verde y se adornaban con relieves y cartuchos con nombres que ya nadie recuerda. Verde lechuga, pues esa era la comida afrodisíaca para los egipcios y la comida favorita de Min y de otros dioses como Set.

Si la fuerza bruta de los bíceps de Popeye residía en las espinacas, que no dejan de ser verdes – pero es un verde más oscuro. La fuerza del bálano de Min indiscutiblemente le venía de la lechuga, que tiene un verde más verde y que además al cortarla siempre segregaba un látex blanco que recordaba al líquido seminal, de ahí su relación con la fecundidad y la procreación. Precisamente por esta conexión verde vegetal también se representaba a veces a Min como un hortelano rodeado de lechugas, como el Dios de la Agricultura y los Montes.

Desde la época de Min a nuestros días, más de un mortal, con sus rencores, complejos y poderes ha osado imitarle. Cuantos de nosotros nos hemos topado en la vida con estos emuladores y funambulistas del lujurioso miembro, con estos embaucadores del instante. Pero claro, a poco que pensemos, la historia ya no muta en épica, ni perdura como mito, más bien torna en anécdota que tomó carne de la ignorancia en una imitación barata e hibrida entre “La Máquina de Follar” de Bukowski y “Los Miserables” de Victor Hugo. Hoy los imitadores de Min sólo imitan, pero ya no engañan. Se han aferrado a nuestra piel como sanguijuelas que sólo aciertan a lacerar la carne con sus afilados dientes, pero que ya no penetran las partes pudientes con sus largas vergas como hacía el Dios. Los badajos han quedado de adorno y ya ni suenan, sólo amenazan con perforarnos el esfínter, sólo eso. Dónde está la fertilidad prometida, cuando todo se ha transformado en heces, campos baldíos y babas por los pasillos. Olvidemos la historia épica, hoy sólo nos queda el verde esperanza del campo y el “Toro Sagrado” en medio, que no deja de dar cornadas, que carece de cojones como el León del Congreso y no ceja de mujir. Entre todos hemos matado al Dios Min y él sólo se ha muerto; sólo nos queda el imitador, el titiritero que pretende encandilarnos con la mano abierta, mientras se guarda la otra en el bolsillo. El falo mayestático y erecto, dador de fecundidades, es un recuerdo, sólo vive en la memoria y los libros.

Oh poderoso Dios Min, onanista que castigas con el falo enterrado en carnes, que modela sabiamente el sebo, portador de voluminosa cabeza, ten piedad de estos mortales. No oses fulminarnos con tu aguileña mirada, no nos pintes de verde y nos pongas en la picota, no nos devores cual Saturno montuno. Qué pecado hemos hecho para este ostracismo… a caso nacer. Aún tenemos los miembros intactos, aún podemos regresar de esa guerra que no deja de ser la vida misma, no mancilles a nuestras mujeres, no cercenes nuestro hálito – recuerda la historia – y perdona nuestras insignificantes vidas, no nos merecemos un ser tan divino como tu, no nos des en los lomos con tu Martillo Chipote. Si así lo haces, si dejas de condenarnos con tu pesada presencia y tu viperina lengua, no dudes que te cubriremos de lechugas verdes, símbolo de tu fecunda cartera, y aunque pienses en tu interior que “yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa”, como recitaba Lorca en su poema “Romance Sonámbulo”, siempre te quedará el “verde que te quiero verde”.

En una estela funeraria egipcia que actualmente se encuentra en el Museo del Louvre ? París, aparece el siguiente himno dedicado al Dios egipcio Min :

“Salve Dios Min, señor de las procesiones, 

dios de altas plumas, 

hijo de Osiris e Isis, 

venerado en Ipu, 

coptita, Horus del fuerte brazo”.

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